26 de mayo de 2010

Theatrum: LA MAGDALENA PENITENTE, los sonidos del silencio en la ascética barroca













LA MAGDALENA PENITENTE
Pedro de Mena (Granada, 1628 - Málaga, 1688)
1664, taller de Málaga
Madera policromada
Museo Nacional Colegio de San Gregorio, Valladolid
Escultura barroca. Escuela granadina















Entre el 21 de octubre de 2009 y el 24 de enero 2010 se celebró en The National Gallery de Londres la muestra The Sacred Made Real (Lo sagrado hecho real), una exposición que recogía grandes obras de la pintura y escultura barroca española. En la misma se pudo comprobar que si la obra de los grandes pintores españoles es muy bien conocida y valorada a nivel internacional, tanto por figurar abundantes muestras en las principales pinacotecas del mundo como por ser objeto de estudio en múltiples trabajos, no ocurre lo mismo con la escultura, hecho constatado desde el mismo día de la inauguración de la exposición, donde los espectadores quedaban boquiabiertos ante las obras de imaginería piadosa, cautivados tanto por su impecable técnica como por el realismo y tremendismo de su aspecto, lo que constituyó, a estas alturas, todo un descubrimiento para los amantes del arte y un sonado éxito para el museo, después repetido cuando la muestra ha viajado a Washington. Entre las obras expuestas, una de las más impactantes fue sin duda La Magdalena penitente de Pedro de Mena.

Esta representación de la Magdalena es una sobrecogedora escultura de tamaño natural en la que la madera queda desmaterializada para presentarse como un ser viviente, mejor dicho, sufriente, con una conjunción de talla y policromía que se presenta, como en pocas ocasiones, como una elocuente fusión de arte y realidad, en este caso orientada a la exaltación de la penitencia y el amor místico, según los ideales emanados de la Contrarreforma.

La figura ascética de la Magdalena aparece revestida de un tejido de palma trenzada, que en forma de estera le cubre de los pechos a los pies y cuya rigidez elimina la formación de pliegues menudos. Esta original indumentaria, incómoda y lacerante, está ceñida al cuerpo y sujeta mediante una soga anudada a la cintura, igualmente de palma trenzada, que es un alarde de talla naturalista. La neutralidad de esta indumentaria hace que la atención enseguida se concentre en el rostro sutilmente demacrado —aunque sin llegar a perder la belleza— con aplicaciones postizas de dientes y ojos de cristal, mostrando una expresión de arrepentimiento que es reforzada por la gesticulación; por un lado, por su mirada clavada en el símbolo de la cruz que porta en su mano izquierda, motivo de su desconsuelo; por otro, por la colocación de su mano derecha sobre el pecho en expresión de sinceridad y entrega, estableciendo en su ensimismamiento un diálogo místico de gran expresividad plástica.

La anatomía femenina, oculta en su mayor parte, se adivina a través de la sutileza que presenta su contenido movimiento. Para ello Pedro de Mena utiliza unos recursos resueltos con maestría que eliminan toda rigidez, como la colocación de la pierna izquierda avanzada, la flexión del torso ligeramente hacia adelante y el contrapunto de los brazos, uno extendido y otro replegado. 
Todo ello origina unas elegantes líneas sinuosas que recorren el cuerpo y hacen resaltar el contraste entre las superficies planas del vestido y los largos y sueltos mechones de la melena por el frente y la espalda, que presentan la peculiaridad de estar resueltos mediante varios hilos de mimbre trenzados, recubiertos de yeso, sujetos a la cabeza y finalmente pintados, ajustándose a la perfección a la finísima talla en un ejercicio de virtuosismo que fue elogiado en su tiempo por el poeta Francisco Antonio Bances, que destacó la maestría del escultor para infundir a la madera un aspecto viviente.

La escultura conserva su peana original, que aparece recorrida en tres de sus caras por una inscripción que informa de su autor y fecha de ejecución: “Faciebat Anno 1664 / Petrus D Mena y Medrano / Granatensis, Malace”.

HISTORIA DE UNA IMAGEN DE CULTO

Esta obra fue realizada en el taller que Pedro de Mena tenía abierto en Málaga, donde había llegado procedente de su Granada natal. Allí había dirigido el taller más prestigioso de la ciudad hasta la llegada de Alonso Cano en 1652, artista con el que colaboró durante unos años hasta que se convirtiera en su maestro. En 1658 fue reclamado desde Málaga para que se ocupara de los sitiales del coro de la catedral, una obra que había dejado sin terminar Luis Ortiz de Vargas, autor de la traza en 1633. Aunque la obra había sido continuada por José Micael y Alfaro, sería finalmente Pedro de Mena quien realizase la mayor parte de la obra: cuarenta y tres tableros de los respaldos y todos los remates superiores, un trabajo en el que obtuvo la admiración general.

En 1663 el escultor decidió viajar a Madrid con la intención de buscar nuevos clientes relacionados con la corte, como ocurriera con don Juan José de Austria y el príncipe Doria, conociendo en la capital la obra de otros grandes escultores de su tiempo y tomando contacto con obras procedentes de la escuela castellana, especialmente con los prototipos de Gregorio Fernández, que había muerto hacía ya veintisiete años. También consiguió durante ese viaje el título de escultor de la catedral de Toledo, para la que realizó una sorprendente imagen de San Francisco de pequeño formato.

Tras haber decidido su regreso a Málaga, recibió el encargo de la Casa Profesa de los Jesuitas de Madrid de realizar una Magdalena en su condición de penitente, obra para la que tomaría como modelo aquella conservada en el convento de las Descalzas Reales de Madrid, procedente del entorno de Gregorio Fernández, cuya iconografía había repetido este maestro en su taller de Valladolid (iglesia de San Miguel), a la que Pedro de Mena se ajustaría plenamente.

No obstante, el encargo de Madrid fue tallado y policromado en Málaga, como consta en la peana, superando con su expresividad todos los modelos precedentes, es decir, acercando a la perfección aquel modelo que creara Gregorio Fernández. Su llegada a Madrid debió causar conmoción entre los jesuitas, sobre todo por la capacidad del escultor para reflejar en la obra el silencio esculpido, la clave del arrepentimiento, la tensión contemplativa, la renuncia mundana de la ascética y los valores místicos de la oración, próximos al éxtasis, todo ello envuelto en un halo poético que desdramatiza el dolor, de acuerdo a la tradición de la escuela andaluza.

La obra se encuadra en el original legado de Pedro de Mena, que nunca realizó retablos ni pasos procesionales, sino una escultura intimista, generalmente de pequeño formato, en la que trataba de plasmar estados anímicos de introspección, meditación y éxtasis. Sus figuras presentan cabezas ovaladas, con rostros de ojos rasgados, elevados a lo alto, y boca pequeña. Sorprendentes suelen ser sus trabajos de diferentes texturas, tanto en la talla, con minuciosas descripciones de la piel y finos tejidos formando pliegues de escaso grosor, como en la policromía, con prodigiosas recreaciones de distintos trenzados en los paños.

PERIPECIAS DE LA ESCULTURA

La Magdalena permaneció en la Casa Profesa de Madrid hasta la expulsión de los jesuitas en 1767, pasando entonces al oratorio de San Felipe Neri de la capital, donde se conservó hasta la Desamortización de 1835. En ese momento fue trasladada al convento de la Visitación, de las Salesas Reales, donde permaneció hasta los sucesos de la Gloriosa, la revolución española de 1868, año en que fue destinada al Museo de La Trinidad. Clausurado definitivamente este museo en 1872, sus colecciones pasaron a engrosar el Museo del Prado, donde el carácter de pinacoteca provocó la devolución temporal de la Magdalena al convento de las Salesas, permaneciendo allí hasta 1921, año en que retorna al Museo del Prado.

Cuando en 1933 el Museo Provincial de Bellas Artes de Valladolid fue convertido en Museo Nacional de Escultura, con un fondo esencialmente representativo de la escultura española policromada o imaginería, la obra fue cedida en depósito por el museo madrileño, convirtiéndose en uno de los mayores atractivos de la colección. Después de permanecer en Valladolid durante más de cincuenta años, el Prado levantó el depósito en 1988, hecho que provocó un gran desconcierto en la capital vallisoletana.

En Madrid, después de ser sometida a un proceso de consolidación y limpieza, la talla deambuló por distintos espacios de la magna pinacoteca, perdida entre los grandes lienzos, siendo la única obra de sus características en aquel museo. Finalmente, tras una solución muy acertada, regresó a Valladolid el año 2008, donde ocupó un lugar destacado en el Palacio Villena hasta la reapertura del museo, reconvertido en Museo Nacional Colegio de San Gregorio tras las obras de remodelación, presentándose, desde la inauguración el 17 de septiembre de 2009, como la obra maestra que es, ocupando el centro de una de las salas dedicadas a la escultura barroca andaluza.


Informe y fotografías: J. M. Travieso

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