29 de marzo de 2013

Theatrum: CRISTO YACENTE, el conmovedor rastro de la tortura








CRISTO YACENTE
Gregorio Fernández (Sarria, Lugo, 1576 - Valladolid, 1636)
Hacia 1626
Madera policromada
Museo Nacional de Escultura, Valladolid
(En depósito del Museo del Prado)
Escultura barroca española. Escuela castellana








La representación de Cristo muerto y extendido sobre el sudario, como escena previa al Santo Entierro, constituye la producción escultórica más genuina y reconocible del taller de Gregorio Fernández en Valladolid, así como la serie más numerosa de la iconografía pasionaria recreada por el escultor, que encontró en este tema, con el tiempo convertido en un verdadero subgénero de escultura piadosa, una fórmula apropiada para conseguir conmover a los fieles siguiendo las directrices de la Contrarreforma, que potenció la soledad del sepulcro como una de las manifestaciones plásticas más emotivas y eficaces para tocar la fibra sensible de aquella sociedad sacralizada, donde todas las facetas de la vida aparecían vinculadas al trance de la muerte.

La figura aislada de Cristo muerto planteada por Gregorio Fernández, que hemos de hemos de imaginar presentada al culto y en procesiones a la luz de las velas, impresionaba y sigue impresionando a todos los que la contemplan de cerca por la sinceridad y crudeza con que se muestra el despojo de un torturado, ya sea con el cuerpo, sudario y almohadones tallados en un mismo bloque, a modo de altorrelieve, o con la anatomía exenta, pues el escultor llegó a trabajar en madera ambas modalidades.

Si como iconografía cristológica el tema no es original de Gregorio Fernández, sí que puede afirmarse que desde su taller impulsó y definió el arquetipo de resonancia más popular, estando catalogada hasta una veintena de obras que evolucionan desde la delicadeza manierista de su primera etapa, iniciada al poco tiempo de su llegada a Valladolid, hasta el naturalismo y descarnado realismo de sus últimos años, siempre con una perfección técnica impecable para conseguir un simulacro convincente de la realidad y permitir, a través de la contemplación de la obra a corta distancia, la meditación intimista, no sólo sobre el sacrificio de Cristo sino también sobre la misma fugacidad de la vida. De modo que, convertidas estas obras en símbolo de piedad por excelencia, tuvo entre sus comitentes a importantes hombres de estado, entre ellos el Duque de Lerma y el rey Felipe III.

Las raíces iconográficas de Cristo yacente derivan de las ceremonias medievales del Desenclavo y del Santo Entierro, donde se utilizaban crucifijos articulados que cumplían la doble finalidad de presentar a Cristo en la cruz y después colocado en el sepulcro con los brazos replegados, aunque a partir del siglo XV ya comienzan a aparecer imágenes yacentes específicas para tal cometido, perdurando hasta el siglo XVII la costumbre de incorporar en la imagen un viril o relicario, generalmente colocado en la llaga del costado, para contener una hostia que era "enterrada" junto a la imagen en los ritos de Semana Santa.

Los precedentes más inmediatos que pudo conocer Gregorio Fernández en su entorno les encontramos en las hercúleas figuras de Cristo muerto incorporadas por Juan de Juni a los grupos del Santo Entierro, primero en el realizado entre 1541 y 1544 para presidir la capilla funeraria de fray Antonio de Guevara, obispo de Mondoñedo y cronista de Carlos V, en la iglesia del convento de San Francisco de Valladolid (conjunto hoy conservado parcialmente en el Museo Nacional de Escultura), de resabios laocoontescos, y después en el retablo elaborado entre 1565 y 1571 para la capilla de la Piedad de la catedral de Segovia, patrocinada por el canónigo Juan Rodríguez.

Aquel modelo de Cristo muerto, ya como imagen completamente aislada, fue después reinterpretado por Gaspar Becerra en la década de los 60 del siglo XVI en el Cristo yacente que sería colocado en una capilla del claustro alto del convento de las Descalzas Reales de Madrid, utilizado por la comunidad en las procesiones claustrales del Viernes Santo. No obstante, el precursor más cercano de los modelos fernandinos es el Cristo yacente que realizara Francisco de Rincón poco antes de 1600 para el desaparecido convento de San Nicolás de Valladolid, después trasladado al convento del Sancti Spiritus, donde la figura aparece expuesta dentro de una urna sepulcral.

Sobre todos estos precedentes la iconografía aportada por Gregorio Fernández ofrece muy pocas variantes, básicamente con la figura trabajada como un desnudo cuya disposición, con la cabeza ladeada hacia la derecha, vientre hundido, una pierna ligeramente montada sobre la otra y amortiguada su desnudez por un cabo del paño de pureza, recuerda su posición en la cruz, con la excepción de los brazos, extendidos inertes justo a los costados. En líneas generales está concebido para su visión de perfil desde la derecha, lo que permite contemplar la herida del costado, las huellas de los clavos y la corona de espinas y el rostro, al que Gregorio Fernández incorpora la boca y los ojos entreabiertos insinuando el último suspiro. Para conseguir un mayor realismo anatómico el escultor recurre a la aplicación de postizos efectistas, como ojos de cristal, dientes de pasta o marfil, fragmentos de asta en las uñas, corcho y pellejos en las llagas y regueros de sangre y sudor resueltos con resina.
Para remarcar la cadencia corporal, el cuerpo aparece extendido sobre un sudario blanco en el que se simulan pequeños pliegues y la cabeza reposando sobre cojines, sobre ellos se extienden ordenadamente los cabellos, ornamentados con cenefas de pequeños bordados. En el afán de simular paños reales también se incorporan encajes reales postizos en los ribetes del sudario.

A partir de estos elementos básicos, centrados en las proporciones del trabajo anatómico, el escultor incorporaría distintas variantes ajustadas al estilo de cada etapa de trabajo, de modo que es apreciable en sus primeros yacentes una anatomía vigorosa, los cabellos gruesos y apelmazados, la cabeza reposando sobre dos cojines, el paño de pureza sujeto por una cinta, el sudario ornamentado con franjas y sin aplicaciones de postizos, mientras que en los modelos tardíos la anatomía se estiliza, utiliza un sólo cojín, los cabellos se desparraman con minuciosos mechones rizados y filamentosos, la policromía del sudario aparece exclusivamente en blanco y, lo más importante, incorpora toda una serie de postizos. El resultado es la estremecedora imagen del cadáver de un hombre joven, completamente extenuado y dispuesto para su preceptiva preparación con mirra y aloe, una imagen dotada de un patetismo llevado a sus últimas consecuencias, una descarnada narración que roza el tremendismo, algo poco frecuente en las escenas pasionales barrocas de otros países.

Una buena muestra de lo impactante de este tipo de imágenes es este Cristo yacente que encargara hacia 1626 la Casa Profesa de la Compañía de Jesús de Madrid, después sede de los oratorianos de San Felipe Neri, donde permaneció hasta que en el proceso desamortizador primero fue trasladado al Museo de la Trinidad de Madrid y después, por expreso deseo de la reina Isabel II, a la iglesia de Atocha. Cuando ésta fue derribada en 1903, la imagen fue recogida en la iglesia del Buen Suceso, permaneciendo al culto hasta que en 1922 fue reclamada por el Museo del Prado como institución heredera del desaparecido Museo de la Trinidad.

En 1933, cuando el antiguo Museo Provincial de Bellas Artes de Valladolid fue elevado a la categoría de Museo Nacional de Escultura, el museo madrileño, al no integrarse con facilidad en sus colecciones, mayoritariamente pictóricas, la entregó en depósito al museo vallisoletano, donde se convirtió en una de sus obras más emblemáticas. Después de ser expuesto en la segunda mitad del siglo XX como pieza única en el centro de una lóbrega sala ambientada artificiosamente como una capilla ardiente, la talla ha sido limpiada y restaurada previamente a la reapertura del renovado museo en el año 2009, recuperando todos sus valores plásticos y evidenciando que se trata de una genial obra maestra de la escultura barroca castellana.
      
Cristo aparece sin vida y extendido sobre un sudario blanco al que se adapta su anatomía formando una airosa curvatura, con la cabeza reposando sobre un amplio cojín y trabajado con una desnudez apenas velada por el cabo de un paño de pureza de tonos grises azulados. El cuerpo, que presenta armoniosas proporciones clásicas y una delgadez característica en la última etapa del escultor, aunque permite su contemplación desde todos los ángulos está concebido para ser visto desde su perfil derecho, con un modelado más suave que en obras anteriores que llega a conseguir una morbidez que permite adivinar los huesos y tendones debajo de la piel.

La omisión de cualquier referencia narrativa en su entorno obliga al espectador a recorrer cada uno de los detalles del cuerpo inerte, todos ellos calculados con magistral precisión para impactar y conmover. Para ello Gregorio Fernández recurre a la aplicación de postizos que se complementa con una elaborado trabajo de encarnación aplicado por un experto pintor, posiblemente Diego Valentín Díaz, que trata las superficies como una pintura de caballete, con tonos pálidos dominantes que insinúan la falta de vida y matices cárdenos como huellas del martirio.

Como es habitual en Gregorio Fernández, el centro emocional se localiza en la cabeza, aquí tratada de forma descarnada sobre el arquetipo por él creado, con un rostro de facciones afiladas, cuencas hundidas y ojos de cristal entreabiertos con la mirada perdida, boca igualmente entreabierta con labios amoratados y dejando visible dientes de hueso, característicos mechones sobre la frente y un minucioso tallado de la barba de dos puntas y una larga melena que se desparrama por la almohada con mechones filamentosos y ondulados que asemejan estar húmedos.
 A pesar de mostrar el estado de un cuerpo torturado hasta la extenuación, los signos sanguinolentos se reducen a una serie de heridas que resumen todo el proceso pasional, como las huellas de los latigazos en los brazos, los pequeños regueros de sangre sobre la frente producidos por los espinos, las llagas en el hombro y las rodillas producidas por el peso de la cruz camino del Calvario, las perforaciones de los clavos en manos y pies y la llaga del costado abierta con una lanza. En este efectista simulacro, el escultor evita en lo posible lo macabro dotando a la imagen de gran languidez, serenidad y dignidad que mueve a la compasión.

Pero si el trabajo anatómico es sorprendente, otro tanto puede decirse del trabajo realista en el sudario y del paño de pureza, cuyos característicos pliegues quebrados, el tallado en finas láminas y el claroscuro del drapeado sugieren telas reales que contrastan con la tersura del cuerpo y del cojín, respondiendo al juego de contrapuntos habitual en el escultor, que logra en esta imagen la paradoja de que la representación de un cadáver aparezca ante los ojos del espectador como madera transmutada en un verdadero ser viviente.


Informe: J. M. Travieso.

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