6 de diciembre de 2013

Theatrum: SAN ANTONIO DE PADUA, una obra maestra que fue conocida como "San Antonio el oscuro"












SAN ANTONIO DE PADUA
Juan de Juni (Joigny, Borgoña 1506-Valladolid 1577)
Hacia 1560
Madera policromada
Museo Nacional de Escultura, Valladolid
Procedente del convento de San Francisco de Valladolid
Escultura renacentista española. Manierismo













Pocas esculturas como esta definen la esencia del arte de Juan de Juni, el maestro de origen borgoñón que, desde que instalara su taller de Valladolid hacia 1530, polarizó, junto a Alonso Berruguete, la creatividad renacentista en el campo de la escultura. Cuando le fue solicitada la imagen de San Antonio de Padua, hacia 1560, hacía casi veinte años que había rematado, por encargo del franciscano fray Antonio de Guevara, el impresionante grupo del Santo Entierro, su primera gran obra en Valladolid, un conjunto destinado a una capilla funeraria del claustro del céntrico convento de San Francisco. Otra capilla funeraria del mismo convento sería la destinataria de la imagen del santo franciscano, en este caso a petición de don Francisco Salón de Miranda, abad de Salas que había fallecido en 1555, siendo un encargo realizado en cumplimiento de sus mandas testamentarias1.

Al igual que ocurriera con la imagen de San Francisco que había elaborado cinco años antes para la capilla funeraria de don Francisco de Espinosa en el convento de Santa Isabel, todo un alarde de renovación iconográfica bajo las pautas manieristas, la imagen de San Antonio de Padua, a pesar de ajustarse a la representación tradicional, supone un esfuerzo por regenerar la iconografía convencional del santo lisboeta, inculcándola un especial significado a través de pequeños matices de los que sólo era capaz su genio creador.

La talla mantiene en sus proporciones un carácter monumental que sigue las pautas de Miguel Ángel, cuya obra debió de conocer de cerca, ya convertido el gusto por lo colosal una de las características constantes en su producción. Igualmente muestra una tendencia a las formas replegadas movidas por una fuerza centrípeta, siguiendo el axioma miguelangelesco de que una buena escultura podría hacerse rodar por una pendiente sin que sufriese ninguna fractura, lo que implica la colocación de las extremidades replegadas contra el cuerpo, con movimientos cerrados muy diferentes al levantamiento de brazos —movimientos abiertos— propios del Barroco. A ello se suma la importancia concedida a las expresiones de los rostros, que concentran toda la fuerza emocional, y al estudiado lenguaje de las manos, lo que unido a la corpulencia de los personajes, su presentación girados sobre sí mismos, el recurrir a complicadas posturas manieristas cargadas de teatralidad y la aplicación de una sofisticada policromía, hace que sus imágenes aparezcan rotundas, angustiosas y llenas de vida.       


Todo ello se pone de manifiesto en esta imagen de San Antonio de Padua, de 1,58 m. de altura, en cuya representación se recurre al célebre episodio tomado de su hagiografía, basado en el supuesto testimonio de un testigo por el cual, estando el santo de noche en meditación y oración, recibió la milagrosa aparición del Niño Jesús, al que pudo estrechar entre sus brazos recibiendo sus bendiciones, un pasaje que reproduce la iconografía más convencional y popular, pero al que Juan de Juni sabe impregnar de significativos y elaborados matices para presentar al célebre fraile predicador y al Niño en una escena de carácter intimista plena de vitalidad.

San Antonio, que está caracterizado como un fraile maduro con hábito franciscano, calzando las preceptivas sandalias y con tonsura clerical, aparece interrumpiendo su oración después de estar arrodillado sobre el tronco de un árbol talado, manteniendo todavía su rodilla derecha apoyada en el tocón sobre el que se pliegan los bordes del hábito. Gira su cuerpo para sujetar la robusta figura del Niño sobre el libro de oraciones, entre cuyas páginas tiene introducido el dedo índice sugiriendo el punto en que fue interrumpida la lectura (un recurso muy frecuente en las escenas de la Anunciación). El cuerpo del Niño Jesús repite la misma posición del santo, a mitad de camino entre una postura de pie y arrodillada, con su pierna izquierda semioculta entre los pliegues del hábito y depositando un pequeño globo terráqueo —orbis en términos de iconografía, símbolo de universalidad— sobre la potente mano izquierda del santo, que lo sujeta, junto a la pequeña mano del divino infante, con extraordinaria delicadeza.

Juan de Juni presenta a San Antonio en actitud de arrobamiento por la visión, con su vigorosa anatomía girada hacia el Niño, siguiendo un movimiento en espiral que es contrarrestado con la idéntica posición de la anatomía infantil, un estudiado movimiento para que sus rostros se coloquen frente a frente y sus miradas sean convergentes. Lo que aparentemente parece tener una gran simplicidad compositiva en realidad responde a una concienzuda planificación, siendo muy efectista el contraste entre la tersura del cuerpo infantil y el claroscuro producido por los caprichosos plegados del hábito, cuyo ondulante movimiento no responde a una brisa física sino espiritual y mística, un recurso utilizado por el escultor repetidamente.

A través de estos recursos, la imagen emana una gran ternura al contraponer el vigoroso cuerpo del santo franciscano, en cierto modo con el aspecto de un rudo labriego, con la delicada y expresiva figura del pequeño Jesús, que alarga su brazo hacia el cuello de San Antonio e inclina su cabeza sugiriendo un abrazo, dando lugar al entrelazado y fusión de las dos figuras, cuya diferenciación queda matizada por las labores de la magnífica policromía.

Técnicamente es destacable el suave y redondeado modelado de las aristas y los pequeños matices anatómicos, con detalles mórbidos que recuerdan las texturas de los trabajos en terracota realizados por Juan de Juni en su etapa leonesa, una característica permanente en su obra. Estos efectos plásticos quedan realzados con la aplicación de la policromía, donde sofisticadas labores de esgrafiado en los estofados contrastan con los detalles naturalistas de las carnaciones a pulimento.

Es posible que el propio San Antonio, tan humilde de pretensiones terrenales, se hubiese sorprendido de haber conocido el tipo de hábito que luce en esta representación, tan alejado del ceniciento y lanar que usó en realidad. Sobre un fondo de tonalidades marrones se hace aflorar el oro formando grandes motivos vegetales sobre los que destacan los vistosos trabajos en los ribetes, con orlas recorridas por gemas reducidas a motivos geométricos y motivos florales aplicados a punta de pincel en rojo y azul.


A la magnífica policromía del hábito y el tronco se suma la delicada tonalidad de las carnaciones en el intento de lograr el mayor naturalismo, con las pestañas y cejas pintadas, las mejillas sonrosadas y una tonalidad que sugiere una barba rasurada en el rostro del santo, cuyo cabello castaño contrasta con el color pelirrojo del Niño.  

A pesar de esta escultura de San Antonio de Padua que repite la misma riqueza cromática que el grupo del Santo Entierro, Manuel Arias Martínez2 apunta que las labores decorativas de la policromía del hábito pudieron aplicarse a principios del siglo XVII siguiendo el gusto de la época, momento en que también se aplicarían los ojos postizos de cristal que muestran en la actualidad las dos figuras y que Juan José Martín González consideró como originales3.

PROCEDENCIA DE LA ESCULTURA

La primera noticia de la existencia de esta escultura en el desaparecido convento de San Francisco fue proporcionada por Fray Matías de Sobremonte en su obra Historia del Convento de San Francisco de Valladolid, donde a mediados del siglo XVII, y basando su información en unas declaraciones del pintor Diego Valentín Díaz, informa que este San Antonio de Padua, que ya estaba considerado como obra de Juan de Juni, se hallaba en la capilla funeraria adquirida en el recinto por don Francisco Salón de Miranda4.

En 1804 el historiador Isidoro Bosarte nos proporciona una curiosa información. En su publicación Viaje artístico a varios pueblos de España ensalza la calidad de esta imagen, que afirma conocer en el convento de San Francisco retirada del culto, en un rincón del pasillo que conducía a la sacristía, motivo por la que era conocida como "San Antonio el Oscuro", nombre con el que después ha sido referida en la historiografía.


La escultura pasaría tras la Desamortización de 1836, junto a otros muchos bienes del convento franciscano, al Museo Provincial de Bellas Artes del Palacio de Santa Cruz, cuyos fondos fueron trasladados el Colegio de San Gregorio cuando se fundó el Museo Nacional de Escultura en 1933, donde forma parte en la actualidad de la colección permanente.

De nuevo la imagen del santo predicador contra la herejía de los cátaros, nacido en Lisboa en 1195 y bautizado como Fernando Martim de Bulhões, desde 1220 fraile franciscano con el sobrenombre de Fray Antonio y muerto en Padua en 1261, aparece colocado en un rincón, aunque un rincón nada oscuro, sino brillante y realzado junto a otras obras de Juan de Juni, como muestra del más alto nivel conseguido por la estatuaria renacentista española.            


Informe y fotografías: J. M. Travieso.




NOTAS

1 ARIAS MARTÍNEZ, Manuel. San Antonio de Padua. Museo Nacional Colegio de San Gregorio: colección / collection. Madrid, 2009, p. 154.

2 Ibídem, p. 155.

3 MARTÍN GONZÁLEZ, Juan José. Juan de Juni, vida y obra. Madrid, 1974, p. 338.

4 Ibídem.















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