18 de abril de 2014

Theatrum: CRISTO DE LA LUZ, el impactante patetismo de una esbelta anatomía











CRISTO DE LA LUZ
Gregorio Fernández (Sarria,Lugo,1576-Valladolid,1636)
Hacia 1632
Madera policromada y postizos
Capilla del Colegio Santa Cruz, Universidad de Valladolid (en depósito del Museo Nacional de Escultura)
Procedente de la iglesia de San Benito el Real de Valladolid
Escultura barroca española. Escuela castellana












Cristo de la Clemencia. Juan Martínez Montañés, 1603-1606
Catedral de Sevilla

Si nos atenemos a un criterio tan propio de nuestro tiempo como es el establecer un ranking sobre la que puede ser considerada como la mejor obra de un artista, al tratar la producción de Gregorio Fernández la elección resulta realmente difícil. Unos críticos y estudiosos se decantan por el Ecce Homo que procedente de la iglesia de San Nicolás se conserva en el Museo Diocesano y Catedralicio de Valladolid; otros por el Cristo atado a la columna de la iglesia penitencial de la Vera Cruz y la gran mayoría por esta impactante imagen del Cristo de la Luz, al que algunos denominan "la perla de Gregorio Fernández", desde 1940 en la capilla del Colegio de Santa Cruz como depósito del Museo Nacional de Escultura, donde a su vez había ingresado en 1843, tras el proceso desamortizador, procedente de la iglesia de San Benito el Real de Valladolid.

De igual manera, si hubiera que elegir la mejor imagen de un crucificado elaborado en la España barroca, también las opiniones quedarían repartidas entre el célebre Cristo de la Clemencia, elaborado en Sevilla por Juan Martínez Montañés entre 1603 y 1606 y conservado en la catedral sevillana, y este Cristo de la Luz realizado por Gregorio Fernández en plena madurez hacia 1632, paradigma de la concepción dramática de la plástica barroca castellana. Aunque esta competencia entre estas dos obras maestras carece de verdadero sentido, para gustos los colores.


Cristo de la Luz en la capilla del Colegio de Santa Cruz de Valladolid
La imagen de Cristo crucificado, como símbolo máximo de la Redención a través de la muerte corporal, es la iconografía más común en el arte cristiano. En el primer tercio del siglo XVII fue repetidamente abordada por Gregorio Fernández a lo largo de su vida laboral. En unas ocasiones en formato que no llega al natural y en otras sobrepasándole, unas veces como imagen aislada y otras formando parte de grupos escultóricos, en la mayor parte de los casos representando a Cristo muerto, aunque no faltan ejemplos del reo aún vivo sobre el madero.

Precisamente esta escultura tan conmovedora supone la culminación del proceso evolutivo del prototipo por él creado, que oscila, como en su serie de Cristos yacentes, desde los primeros crucifijos de anatomía hercúlea y vigorosa a este modelo tan sutil en matices, con un ejercicio sublime de realismo en su enflaquecida anatomía y un acentuado dramatismo naturalista que queda reforzado con una apropiada policromía, en consonancia con la tendencia compartida por los grandes pintores españoles de lo que conocemos como el "Siglo de Oro", en este caso con una encarnación mate y profusión de regueros sanguinolentos que aumentan su patetismo. Igualmente, la variante sobre modelos anteriores queda definida por la forma que adopta el paño de pureza, lienzo blanco que envuelve la cintura formando pliegues quebrados que ya no aparece sujeto por ninguna cinta, sino anudado al frente y con uno de los cabos ondeante por su parte izquierda.

Desconocemos las circunstancias y la identidad del comitente que encargó esta obra maestra, siendo la primera noticia documental la que en 1761 proporciona el historiador cántabro Rafael Floranes, que afirma que fray Benito Vaca, prior entre 1693 y 1697, ordenó fuese colocada en la capilla adquirida por la familia Daza en la iglesia de San Benito, donde ya era conocido como Cristo de la Luz, posiblemente por la permanente colocación de velas que suscitaba su devoción1.

Este crucificado de morfología evolucionada había sido ensayado previamente por Gregorio Fernández en el crucifijo que, seguramente encargado por doña Mariana Vélez Ladrón de Guevara, condesa de Triviana y cliente asidua del escultor, había realizado entre 1631 y 1635, a escala sensiblemente inferior, para ser donado al convento de Santa Clara de Carrión de los Condes, en cuya iglesia se conserva.

El Cristo de la Luz presenta una excelente corrección anatómica, con un cuerpo consumido de gran esbeltez, que aparece desplomado poniendo en tensión los brazos, el tórax delgado con las costillas marcadas, el vientre hundido, las piernas largas y juntas y, como es habitual, la emoción concentrada en la cabeza, donde a los elementos que definen sus modelos de Cristo, como la larga melena de raya al medio y minuciosos filamentos que dejan visible la oreja izquierda, los característicos mechones sobre la frente y la barba larga y de dos puntas, se suma un rostro muy afilado de pómulos marcados, con las órbitas oculares hundidas y la boca entreabierta en alusión al último suspiro.

Para acentuar el realismo el escultor recurre, como en otras ocasiones, al uso de postizos efectistas, como los ojos entreabiertos de cristal con forma de media luna y mirada perdida para constatar la muerte, el último aliento expresado con la boca abierta que permite contemplar la cavidad bucal y los dientes de marfil, a lo que se suman sutiles detalles como la espina que perfora la ceja izquierda, el uso de asta en la uñas, la corona de espinas real, superpuesta a la talla, y la recreación de las heridas con aplicaciones de corcho y finos pellejos de cuero para recopilar todas las llagas producidas durante el proceso de la Pasión, como la espalda con las huellas de los latigazos, la oreja dañada por la corona de espinas, la carne viva del hombro izquierdo producida por el peso de la cruz, las rodillas destrozadas en las caídas, los efectos de los clavos en manos y pies y la lanzada del costado cuyos regueros tiñen de sangre el paño de pureza, que agitado por una brisa mística referida al pasaje de la tormenta producida al expirar Cristo, aparece ondulante con los duros, característicos y artificiosos pliegues del escultor y su trabajo en finas láminas leñosas.

Como ocurre con los Cristos yacentes, a todos estos elementos descritos con crudo realismo se suma una depurada policromía, aplicada por un pintor desconocido, que acentúa cada uno de los detalles de su aspecto sufriente, incluyendo la parte de la espalda que prácticamente está pegada a la cruz. La encarnación es mate y los tonos pálidos, sin vida, con los labios y los pómulos amoratados y pequeñas tumoraciones distribuidas por todo el cuerpo.

En pocas ocasiones como en esta se puede comprender la capacidad de sobrecoger y conmover una imagen presentada de forma tan descarnada ante los fieles a través de un supremo realismo efectista y un patetismo sensacionalista. Una imagen viva del martirio que convierte a Gregorio Fernández en un fiel intérprete de los ideales propugnados por la Iglesia Católica en el Concilio de Trento, en cuya sesión XXV, celebrada los días 3 y 4 de diciembre de 1563, aprobaba las resoluciones referidas al culto a las imágenes sagradas como complemento de la labor doctrinal, debiendo contribuir como representaciones icónicas a abrir una vía de acercamiento a lo que ellas muestran y significan2.

Teniendo en cuenta que para la creación de algunos temas Gregorio Fernández recurrió a distintos grabados como fuente de inspiración, se ha propuesto como posible modelo para la creación de este crucificado el grabado del Calvario realizado por Hieronymus Wierix sobre un dibujo de Maarten de Vos, especialmente por sus similitudes en la disposición del paño de pureza3.

Sin embargo, es mi opinión que si en su primera etapa Gregorio Fernández muestra una clara influencia de los modelos del milanés Pompeo Leoni, al que debió de conocer trabajando en El Escorial y al que siguió hasta Valladolid para trabajar en la Corte, en su etapa de madurez sus figuras pasionales de Cristo acusan ciertos rasgos formales relacionados con el fantástico Crucifijo marmóreo realizado entre 1556 y 1557 por Benvenuto Cellini, que se conserva, como obsequio de Francisco I de Médici a Felipe II, en una capilla de la iglesia de El Escorial, una escultura que el escultor pudo conocer durante su estancia madrileña. Gregorio Fernández repite cada uno de los rasgos de la cabeza adaptándolos al trabajo en madera e incorporando matices naturalistas propios del Barroco, aplicando en el Cristo de la Luz el mismo tipo de anatomía depurada y esbelta.

La sobrecogedora imagen de este crucificado hace comprensible la afirmación de Isidoro Bosarte (1747-1807) de que tan sólo la imagen del Cristo de la Luz, aunque el escultor no hubiera realizada ninguna otra obra, sería suficiente para situarle en la cumbre de la escultura barroca española4.

A pesar de que la imagen no fue concebida con fines procesionales, sino para recibir culto permanente presidiendo un retablo, actualmente desfila en la Semana Santa vallisoletana como imagen titular de la Hermandad Universitaria del Cristo de la Luz, fundada en 1940 por iniciativa del rector Cayetano Margelina y revitalizada en 1992 por un grupo de jóvenes universitarios.                            


Informe: J. M. Travieso.








NOTAS

1 HERNÁNDEZ REDONDO, José Ignacio. Cristo de la Luz / Lo Sagrado hecho Real, pintura y escultura española 1600-1700. Catálogo de la exposición celebrada en el Museo Nacional de Escultura, Madrid, 2010, p. 160.

2 TRAVIESO ALONSO, José Miguel. Simulacrum. En torno al Descendimiento de Gregorio Fernández. Domus Pucelae, Valladolid, 2011, p. 119.

3 HERNÁNDEZ REDONDO, José Ignacio. Cristo de la Luz / Lo Sagrado hecho Real, pintura y escultura española 1600-1700. Catálogo de la exposición celebrada en el Museo Nacional de Escultura, Madrid, 2010, p. 160.

4 BOSARTE, Isidoro. Viaje artístico a varios pueblos de España (1804). Turner, Madrid, 1978, p. 201.






















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