19 de septiembre de 2014

Theatrum: SANTO DOMINGO DE GUZMÁN, la gracia de una figura ensimismada












SANTO DOMINGO DE GUZMÁN
Francisco Salzillo (Murcia 1707-1783)
Entre 1750 y 1755
Madera policromada y postizos
Museo Nacional de Escultura, Valladolid
Procedente del convento de San Diego de Murcia
Escultura barroca española. Escuela murciana















En el siglo XVIII fueron el vallisoletano Luis Salvador Carmona (1708-1767) y el murciano Francisco Salzillo (1726-1783) quienes pusieron un brillante colofón al esplendoroso capítulo de la escultura barroca española, ambos profundizando en conceptos naturalistas, combinados con una belleza idealizada y un total dominio del trabajo en madera policromada, que marcarían una decidida transición estética hacia el Neoclasicismo.

Buena muestra de ello es esta escultura de Santo Domingo de Guzmán que se conserva en el Museo Nacional de Escultura de Valladolid, durante años perteneciente a la colección barcelonesa del conde de Güell y adquirida por el Estado en 1985, junto a otra de San Francisco de Asís con la que forma pareja, para ser entregadas al museo vallisoletano, que de esta manera cuenta con dos ejemplares salzillescos que ilustran con elocuencia sobre el broche de oro que supuso la obra del murciano en la escultura barroca española.

Sin embargo, no se conocen con detalle las circunstancias del encargo de estas esculturas al genial escultor. Sería el erudito y académico Javier Fuentes y Ponte, promotor de la transformación de la iglesia de Jesús de Murcia en el Museo Salzillo, quien las citara como procedentes del antiguo convento de alcantarinos de San Diego y el primero en apuntar la autoría de Salzillo. Así fueron consideradas en 1925 por el conde de Güell en su obra La Sculpture polychrome religieuse espagnole: une collection, obra sobre los fondos de su colección publicada en París en 1925. Cuando en 1985 las esculturas ingresaron en el Museo Nacional de Escultura, fue el murciano Luis Luna Moreno, por entonces Subdirector de la institución vallisoletana, quien las identificó como el San Francisco y el Santo Domingo realizados por Salzillo para el citado convento franciscano de San Diego de Murcia.

Benozzo Gozzoli. El Abrazo de la Paz, 1449-1452
Iglesia de San Francisco, Montefalco (Italia)
El emparejamiento de Santo Domingo y San Francisco en los templos dominicos y franciscanos tiene su origen en una antigua leyenda recogida por el dominico Gerardo de Frachet en el siglo XIII. Según esta, cuando Santo Domingo asistió al IV Concilio de Letrán en Roma (1215-1216), tuvo en sueños una visión en que la ira de Dios estaba decidida a castigar al mundo, siendo la Virgen, en su papel de intercesora, la que presentó a Santo Domingo y a otro fraile cubierto por un mísero hábito que consiguieron la calma divina. La leyenda refería que al día siguiente, cuando Santo Domingo se encontraba orando en el templo, llegó hasta allí el personaje al que había visto en su sueño vestido como un mendigo. Al instante lo reconoció y se fundieron en el llamado "Abrazo de la Paz". Se trataba de San Francisco de Asís, también fundador de una orden mendicante, al que manifestó «los dos tenemos que trabajar muy unidos, para conseguir el Reino de Dios». Desde entonces, las órdenes dominica y franciscana celebraron anualmente este hipotético encuentro en Roma de sus fundadores con una fiesta fraternal que también fue festejada en el arte, siendo la escena recogida, entre otras, en la célebre pintura de Benozzo Gozzoli de la iglesia de San Francisco de Montefalco o en la de Fra Angelico conservada en los Museos Estatales de Berlín, a las que siguieron otras muchas representaciones de los santos emparejados, como la sentimental versión que también en el siglo XVIII hiciera Luis Salvador Carmona (monasterio de Santo Tomás de Ávila).    

Luis Salvador Carmona. El Abrazo de la Paz, s. XVIII
Monasterio de Santo Tomás, Ávila
Una muestra de ello es esta talla de Salzillo, un escultor que trabajó exclusivamente la temática religiosa —debido a su formación en un ambiente de religiosidad extrema en la Murcia del XVIII—, en cierto modo salvando de su hundimiento la tradición imaginera española en un momento coyuntural que oscilaba entre los últimos estertores del Barroco y el balbuceo de las nuevas formas que lo sustituyeron, siempre aderezando sus obras con el idealismo y expresividad de la gracia levantina a través de su talento mental y la habilidad sus privilegiadas manos.

Fue a partir de 1740 cuando comenzó a manifestar con claridad un estilo personal muy definido, sobre todo en su incursión en la iconografía pasionaria, de la que se convertiría en un gran maestro. Es entonces cuando sus esculturas aúnan el realismo superficial con un contenido humanista, agudizándose la búsqueda de la belleza y el refinamiento como consecuencia de la influencia napolitana, aunque siempre sin abandonar la tendencia mística dominante en el siglo anterior. El sentimiento con que Salzillo logra animar sus obras a través de la gesticulación de las manos1 —como expresión plástica del místico temblor de su alma— y de un ponderado sentido de la  belleza, no exenta de cierto sensualismo, hace que sus obras vibren paradójicamente con reposada inquietud hasta conseguir  infundir vida a la materia inanimada.

SANTO DOMINGO DE GUZMÁN INTERPRETADO POR SALZILLO   

Como era habitual, para hacer esta escultura el artista previamente realizó un boceto en barro, que junto al de San Francisco fueron aprobados por los comitentes, obras que aún se conservan en el Museo Salzillo de Murcia permitiendo conocer las distintas fases del proceso creativo, desde la idea inicial como imaginería mental a la sutileza en la talla y su exquisito acabado policromado. En líneas generales, la naturalidad de la imagen viene determinada por el movimiento infundido a los distintos componentes del hábito dominico y por la expresión de las manos para dotarla de la habitual carga espiritual y mística, aflorando sutilmente las influencias formales de los italianos Gian Lorenzo Bernini y Andrea Bolgi y de los trabajos en Murcia del francés Antonio Dupar, sin olvidar la tradición barroca española.

Santo Domingo de Guzmán se muestra aparentemente de forma sencilla y natural, sin embargo cada uno de sus componentes responde a un concienzudo estudio plástico para infundir un hálito de vida al personaje. El santo aparece de pie y revestido del hábito dominico, con la pierna derecha adelantada, la cabeza ligeramente inclinada hacia el frente, sujetando un libro en su mano izquierda y la derecha desplegada del cuerpo con los dedos en ademán de sujetar algo, seguramente un rosario de acuerdo a la iconografía tradicional.

El hábito está compuesto por un alba o túnica blanca de anchas mangas a la que se superpone un escapulario del mismo color. Se cubre con un manto o capa de color negro que está rematado por una esclavina con capucha. Según la tradición piadosa, basada en una revelación que Santo Domingo hiciera al beato Jordán de Sajonia, su sucesor, este tipo de hábito fue entregado por la propia Virgen al santo fundador de la Orden de Predicadores —Ordinis Vestiaria—, simbolizando con el color blanco la pureza y con el negro la penitencia, adquiriendo con ello el significado de que la penitencia protege la pureza, a modo de una armadura invencible que convierte al dominico en caballero de Cristo. 

Salzillo juega con estos elementos de la indumentaria dotando a la figura de un equilibrado movimiento que le permite moverse con naturalidad en el espacio, con un intento de dignificar al santo, según los gustos estéticos del momento, al romper la austeridad cromática añadiendo una orla dorada que recorre los bordes con sofisticados rameados en suave relieve. Al avanzar la pierna, el escapulario discurre en diagonal rompiendo la verticalidad de la caída que produciría cierto estatismo, permitiendo al tiempo contemplar el naturalismo de los pliegues que se forman de cintura hacia abajo. Otro tanto ocurre con el manto, en el que se establece un contrapunto a su caída natural por la parte derecha, y su tallado en forma de lámina finísima, con su recogimiento en la parte izquierda de la cintura hasta llegar a remontar el libro que porta en su mano, consiguiendo el equilibrio compositivo y creando un centro de atención realzado por el rojo del canto de las páginas y la escritura que en ellas aparece.

A esta habilidad compositiva se une el expresivo trabajo del busto a partir de los pliegues de la esclavina sobre el pecho y los que forma la capucha sobre los hombros y espalda, concebidos para realzar el trabajo naturalista de la cabeza. Santo Domingo aparece tonsurado, una práctica común hasta principios del siglo XX, con voluminosos mechones sobre las orejas y en la frente, todos ellos tallados con su inconfundible estilo en forma de estrías muy finas que también se repiten en el bigote y la barba de dos puntas. Como es característico en la obra del murciano, el rostro, dirigido hacia abajo en base a su posición en el altar, no profundiza en los aspectos dramáticos, sino que persigue el naturalismo y la belleza idealizada, en este caso a través de finas y perfiladas facciones que complementadas con ojos de cristal rasgados se traducen en un gesto de apacible ensimismamiento místico. Sobre su frente es visible un taladro sobre el que iría insertada una estrella de plata, aquella que, según la leyenda, apareció en el momento de su bautismo preludiando su futuro papel como estrella o faro para guiar las almas hacia Cristo.


Un recurso muy expresivo es el modo de sujetar el libro entre el manto recogido a la altura de la cintura dando movilidad a los paños, ya utilizado anteriormente con habilidad por Gregorio Fernández. Es este un atributo tradicional en la iconografía de Santo Domingo que hace referencia tanto a la Biblia, como fuente de su predicación y espiritualidad, como al rango de fundador de la Orden de Predicadores, aprobada por el papa Honorio el 22 de diciembre de 1216. En sus páginas abiertas es visible una inscripción deteriorada con el texto «CONSTI/TVTIONES/SA[N]TI ORDINIS/ PREDICATIRVM / CAPVT I / DIVINI MAESTRI» (transcripción de Cristóbal Belda, 1977).

Es precisamente este modo de sujetar el libro en la cintura y la colocación del pulgar sobre las páginas, que Salzillo repetiría en la imagen de Santa Florentina del grupo de los Cuatro santos de Cartagena de la iglesia de Santa María de Gracia de la ciudad costera, realizados a partir de 1754 a petición del Ayuntamiento cartagenero, lo que permite aventurar una fecha de realización de las obras destinadas a la iglesia de San Diego de Murcia durante la década de los 50, aunque en esta escultura quede amortiguada la riqueza de la policromía habitual en sus obras en esa época, reducida a la sobriedad de los colores blanco y negro como también ocurriera en las magníficas imágenes de San Francisco y Santa Clara del monasterio de Capuchinas de Murcia, realizadas hacia 1750.

Por la disposición de los dedos de la mano derecha, la imagen del santo nacido en Caleruega (Burgos) en 1170 y muerto en Bolonia en 1221, también debería portar un rosario con los quince misterios, del mismo tipo al que los monjes dominicos llevan en la cintura como parte del hábito. Este atributo aparece siempre ligado a la figura de Santo Domingo como fundador del Rosario, medio devocional dedicado a la Virgen.
         
Informe y fotografías: J. M. Travieso.


NOTAS

1 SÁNCHEZ MORENO, José. El sentimiento estético en la obra de Francisco Salzillo / Francisco Salzillo, imágenes de culto. Catálogo de la Exposición de la Fundación Central Hispano, Madrid, 1998, p. 173.


















Francisco Salzillo. Santo Domingo y San Francisco, 1750-1755
Museo Nacional de Escultura, Valladolid.










* * * * *

No hay comentarios:

Publicar un comentario