31 de octubre de 2014

Theatrum: ECCE HOMO, la plenitud de la escultura barroca española












ECCE HOMO
Gregorio Fernández (Sarria, Lugo, 1576 - Valladolid, 1636)
Hacia 1620-1621
Madera policromada, postizos y tela encolada
Museo Diocesano y Catedralicio, Valladolid
Procedente de la iglesia de San Nicolás de Valladolid
Escultura barroca española. Escuela castellana














A pesar de que para gustos están los colores, no sería exagerado el afirmar que esta talla del Ecce Homo es, por diversas razones, la mejor escultura que ha producido el barroco español. Si ello ofreciera alguna duda, sólo habría que compararla con cualquier otra y realizar un análisis profundo y objetivo. Incluso se sitúa, y mira que es difícil, por encima de otras inspiradas representaciones de Jesús debidas al genio de Gregorio Fernández, tales como el Cristo atado a la columna de la iglesia de la Vera Cruz, el Cristo del Descendimiento de la misma iglesia, el Cristo de la Luz de la capilla del Colegio de Santa Cruz o el Cristo yacente de la iglesia de San Miguel, todos ellos en Valladolid y fruto de la plenitud de Gregorio Fernández en su etapa de madurez.

Contemplando esta afinada escultura se entiende muy bien la certera afirmación que hiciera el poeta Rafael Alberti: "El Barroco es la profundidad hacia afuera". Porque para valorar esta trabajo, en el que se funde una ejecución técnica impecable y una enorme creatividad plástica, no es necesario ser devoto ni siquiera creyente, tan sólo tener un mínimo de sensibilidad para percibir la esencia del Barroco del mismo modo que lo hacemos ante de Las Meninas de Velázquez o escuchando Las Cuatro Estaciones de Vivaldi.


Hoy, gracias a la investigación de Francisco Javier de la Plaza Santiago, profesor de la Universidad de Valladolid, que halló el documento de su donación y lo dio a conocer en 1973, podemos afirmar que se trata de una obra documentada de Gregorio Fernández, que pocos meses después de haber concluido el paso procesional de la Coronación de espinas para la Cofradía de la Santa Vera Cruz, en el que incluyó una imagen sedente del Ecce Homo en su presentación en el Pretorio, realizó esta imagen que fue adquirida en 1621 por el licenciado Bernardo de Salcedo, por entonces párroco de la primitiva iglesia de San Nicolás de Valladolid, que la entregó como donación, junto a una lámpara de plata, tres candelabros, dos mantos para el Cristo y un bufete para pedir limosna, a la cofradía del Santísimo Sacramento y Ánimas, con sede en dicha iglesia y de la cual era cofrade.

El clérigo Bernardo de Salcedo, del que se sabe que tenía familiares en Palencia, otorgó además a dicha cofradía una renta anual de 1.500 maravedís para su mantenimiento, junto a la petición de que un miembro de la cofradía pidiera limosna una vez al mes, en el bufete que él mismo había donado, para mantener el altar que presidía el Ecce Homo, incluyendo la petición de que la imagen bajo ningún concepto saliera de la iglesia y que al menos por quince veces al año en él se dijeran misas que debían incluir peticiones a favor de "Gregorio Fernández, escultor, vecino de la dicha ciudad, natural de la villa de Sarria, que hizo la imagen"1.

En la desaparecida iglesia de San Nicolás, situada junto al Puente Mayor, este Ecce Homo de Gregorio Fernández permaneció al culto presentado con cuatro elementos postizos: una corona de espinas en su cabeza, una caña en su mano derecha, un cordón sujeto al cuello y una clámide de color púrpura apoyada en los hombros que le cubría el cuerpo. Así se mantuvo, según informa Ventura Pérez en su Diario de Valladolid, cuando el 23 de agosto de 1739 el primitivo retablo fue sustituido por otro, hecho celebrado con misa y procesión por el barrio de San Nicolás. En 1781 el retablo del Ecce Homo era de nuevo renovado por otro de mayor riqueza ornamental y aire rococó, en esta ocasión debido al ensamblador y escultor vallisoletano Antonio Bahamonde, en el que la imagen permaneció hasta la Desamortización.

Cuando en 1841 la parroquia de San Nicolás pasó a alojarse en el extinguido convento de la Trinidad, el retablo y la imagen, junto a otros bienes patrimoniales y enseres, pasó ser colocado en el lado de la Epístola del crucero del templo dieciochesco que antes ocuparan los trinitarios descalzos, que en ese momento retomó la titularidad de San Nicolás. Un incendio producido el 15 de enero de 1893 dañaba mortalmente a la primitiva iglesia situada junto al Puente Mayor, que acabó sucumbiendo a la ruina.


En ese retablo de la iglesia de San Nicolás permaneció durante pocos años, pues la canonización el 8 de junio de 1862 del místico catalán San Miguel de los Santos, superior de la orden de los trinitarios descalzos y muerto en Valladolid el 10 de abril de 1625, alentó que una imagen suya ocupara dicho retablo, quedando relegada la imagen del Ecce Homo a un modesto y oscuro retablo lateral, donde permaneció muchos años y donde el que esto escribe la conoció siendo niño, en los años 60 del siglo XX, cubierto por una clámide llena de polvo y con evidentes signos de abandono. Afortunadamente, el año 1972 ingresó en los fondos del Museo Diocesano y Catedralicio de Valladolid, donde fue puesto en valor y pasó a ocupar un lugar de honor, pudiendo comprobarse que al menos el haber estado recubierto durante siglos por una clámide textil le había preservado su magnífica policromía. La imagen fue limpiada y consolidada durante una restauración realizada en 1989, que no restituyó los aditamentos postizos ya mencionados, pero que devolvió a la talla su esencia y todo su esplendor.

A pesar de no estar concebida para los desfiles procesionales de la Semana Santa, la imagen fue incorporada a los mismos, entre 1979 y 1990 y con distintos montajes, por la Cofradía penitencial de Nuestro Padre Jesús atado a la columna, aunque desde entonces, con buen criterio, dejó de desfilar y fue preservada de posibles incidentes, cumpliéndose de esta manera la voluntad expresada por el clérigo Bernardo de Salcedo, su donante.

UNA GENIAL OBRA MAESTRA DE GREGORIO FERNÁNDEZ

Durante muchos años los valores de esta escultura fueron desconocidos incluso en la propia ciudad de Valladolid. Si en 1901 Blas González García-Valladolid ya la consideraba una obra excelente y digna de Gregorio Fernández, inexplicablemente en 1929 Juan Agapito y Revilla, que entre otros cargos ejerció como director del Museo Nacional de Escultura y como presidente de la Comisión Provincial de Monumentos, rechazó encontrar en ella rasgos del genial maestro, catalogándola como obra del siglo XVIII. Habría que esperar a que en 1954 Gratiniano Nieto Gallo propusiera de nuevo la autoría de Fernández y que Jesús Urrea en 1972, cuando la imagen ingresó en el Museo Diocesano y Catedralicio, confirmara esta atribución en base a sus rasgos estilísticos2. En 1973, como ya se ha dicho, Francisco Javier de la Plaza Santiago aportaba el documento acreditativo que así lo ratifica3.

La imagen, de tamaño natural (1,68 m.), fusiona los valores de la estatuaria clásica -el contrapposto de su anatomía evoca indiscutiblemente al Doríforo de Policleto- con el alto grado de naturalismo conseguido por Gregorio Fernández en su etapa de madurez, en este caso aderezado con una elegancia formal, en proporciones, gestos y ademanes, heredera de las experiencias manieristas desplegadas en su primera etapa en Valladolid.

No sólo es admirable el movimiento cadencioso del cuerpo en su conjunto y el perfecto equilibrio de la figura, sino también las rigurosas descripciones anatómicas en cada uno de los elementos, destacando el magnífico trabajo de la cabeza, ladeada hacia la derecha y verdadero centro emocional y expresivo que sigue las pautas habituales del prototipo fernandino, con larga melena de rizos filamentosos y perforados que dejan visible la oreja izquierda, raya al medio y dos mechones simétricos sobre la frente, barba larga de dos puntas, boca entreabierta dejando visibles los dientes de hueso y mirada dirigida a lo alto con ojos de cristal. En un expresivo gesto, que insinúa sumisión y resignación, tiene los brazos cruzados a la altura del pecho, movimiento que pone en funcionamiento músculos y venas, plasmados con un realismo palpitante.

Como complemento al magnífico trabajo de talla ofrece una encarnación polícroma, aplicada a pulimento, en la que prevalecen los tonos suaves rosáceos y discretas ulceraciones entre las que destacan la herida que perfora la ceja izquierda, producida por un espino y constante en otras figuras cristológicas del maestro, y las tumoraciones de los latigazos en la espalda, simuladas con pinceladas violáceas, así como puntuales regueros de sangre y partes despellejadas a las que se añaden finas láminas de cuero para aumentar su verismo.


Durante el proceso de limpieza se recuperaron las tonalidades caoba del cabello y barbas, hasta entonces con un tono ennegrecido por la suciedad, y se liberaron repintes parciales en la parte frontal aplicados en el siglo XIX tras ser afectada por un incendio. Su acabado realista fue aplicado sobre la madera por un pintor desconocido con las características de una obra de caballete, es decir, realzando brillos y sombras y sugiriendo las venas bajo la tersura de la piel, consiguiendo que el cuerpo parezca palpitar en un ejercicio de sinceridad y crudeza acorde con las creencias religiosas de su autor4. De modo que, contemplando la piedad que transmite esta imagen, se hace comprensible la descripción que hace Palomino de Gregorio Fernández, al que presenta como una persona piadosa, de arraigadas convicciones religiosas, que antes de acometer las tallas de Cristo "se preparaba primero con oraciones, ayuno, penitencia y comunión, esperando que Dios le concediera su gracia y le hiciera triunfar".

La escultura ofrece otra peculiaridad tan singular como inusual en el arte barroco español: el estar tallada como un desnudo integral que incluye los genitales, en este caso velados por un paño de pureza superpuesto, anudado en la parte derecha de la cadera y elaborado con tela encolada de gran naturalidad. Gregorio Fernández repetiría esta desnudez, como un ejercicio de estatuaria clásica, en otras ocasiones, como ocurre en el Cristo del paso del Descendimiento de la iglesia de la Vera Cruz de Valladolid, tallado entre 1623 y 1624, el Cristo yacente del retablo de la Buena Muerte de la iglesia de San Miguel de Valladolid, elaborado entre 1626 y 1627, o en el Cristo crucificado del convento de Carmelitas Descalzas de Palencia, tallado en 1630 e igualmente recubierto con un pudoroso paño de tela encolada. Tampoco hemos de olvidar la desnudez del arcángel San Gabriel que también se exhibe en el Museo Diocesano y Catedralicio de Valladolid, obra elaborada en torno a 1611 para la iglesia parroquial de Tudela de Duero y cuya disposición recuerda al Mercurio de Giambologna.

En estas experiencias de desnudos integrales de Gregorio Fernández, al menos en cinco de sus tallas, que tanto contrastan con los abultados ropajes con que habitualmente cubría a las figuras, siempre aparecen desprovistos de cualquier atisbo de sensualidad, simplemente con la finalidad de aumentar su realismo aproximándose a los trabajos anatómicos de la escultura clásica, en este caso en madera y siempre concebidos con un naturalismo absoluto y ejecutados con una extremada perfección técnica. En opinión de Jesús Urrea "el estudio anatómico elaborado por Fernández en esta escultura es de una perfección no igualada por ningún otro artista español de su tiempo, demostrando un profundo conocimiento del cuerpo humano, así como una total capacidad para colocar la figura en el espacio y moverla con absoluta naturalidad, con una riqueza de puntos de visión extraordinaria" 5. Por este motivo, esta escultura se convirtió en modelo a imitar por otros escultores, que la reinterpretaron tanto en la modalidad de medio cuerpo como de cuerpo entero.

Es posible que la imagen se inspire en un grabado del holandés Cornelis Cort, cuyas estampas también fueron tomadas como referencia por el escultor en otras obras, siempre reinventado la iconografía para ajustarla, bajo el criterio español, a los postulados de la Contrarreforma, de la que se convirtió en un fiel intérprete, con una capacidad inigualable para conmover e incitar a la meditación y la oración a través de sus imágenes. A pesar de estar desprovista del atrezo de elementos postizos reales, la imagen se ajusta milimétricamente al relato evangélico: "Le vistieron con una túnica púrpura, le pusieron una corona trenzada de espinas y comenzaron a saludarlo: ¡Viva el rey de los judios! Y le golpeaban la cabeza con una caña, lo escupían y, doblando la rodilla, le hacían reverencias" (Marcos 15,17-19). De igual manera, Gregorio Fernández se ofrece al espectador haciendo suyas las palabras de Pilatos en el Pretorio: "Ecce Homo / He aquí el hombre", convirtiendo al humillado en todo un ejemplo de dignidad y magnificencia que forma parte de la mejor escultura española de todos los tiempos.
 
Informe: J. M. Travieso.



NOTAS

1 URREA FERNÁNDEZ, Jesús. Gregorio Fernández, 1576-1636. Catálogo de la exposición celebrada en la Fundación Santander Central Hispano de Madrid, Madrid, 2000, p. 134.

2 URREA FERNÁNDEZ, Jesús. Un Ecce Homo de Gregorio Fernández. Boletín del Seminario de Estudios de Arte y Arqueología (BSAA), Universidad de Valladolid, 1972, pp. 554-556.

3 DE LA PLAZA SANTIAGO, Fco. Javier. El pueblo natal de Gregorio Fernández. Boletín del Seminario de Estudios de Arte y Arqueología (BSAA), Universidad de Valladolid, 1973, pp. 505-509.

4 TRAVIESO ALONSO, José Miguel. Simulacrum. En torno al Descendimiento de Gragorio Fernández. Domus Pucelae, Valladolid, 2011, p. 165.

5 URREA FERNÁNDEZ, Jesús. Gregorio Fernández, 1576-1636. Catálogo de la exposición celebrada en la Fundación Santander Central Hispano de Madrid, Madrid, 2000, p. 134.





























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