27 de julio de 2015

Taller Literario: PROMESA, de José Luis Juárez


PROMESA

Jamás estuve tan nerviosa, ni recuerdo haber tenido esta sensación de miedo por encontrarme con alguien. Es un miedo a lo desconocido, a no saber actuar con la sensibilidad que merezca la ocasión. Tengo que intentarlo por todos los medios. Ella me estará esperando. No puedo flaquear y me tiene que percibir segura, decidida y convencida. Quiero y deseo ser lo que ella espera de mí,… lo que espera de una madre.

Ni siquiera todos estos años de supervivencia y de desafíos nocturnos pudieron acobardarme en tan difíciles situaciones. La cárcel es lo que tiene. No respeta a nada ni a nadie. Da igual el delito que hayas cometido. Todos conviven en las mismas situaciones, las mismas reglas y con las mismas obligaciones, ya que derechos,… no hay ninguno.

Tres años, cuatro meses, cinco intentos de violación, media docena de palizas propinadas por las reclusas de la cuarta galería y un intento de suicidio, fueron la recompensa por confiar en aquel desalmado y malnacido cuando me hizo firmar aquellos malditos cheques y después acusarme de infamias, de las que jamás hubo ninguna prueba para demostrarlo, pero,… la ley es así. Dicen que la parte acusadora debe demostrar tu culpabilidad en los hechos, sin embargo, la verdadera realidad es que si no tienes dinero o por el contrario la mala suerte de caer con un abogado de oficio lleno de dudas sobre tu historia, corrupto y aún atropellado por sus auténticas posibilidades, puedes asegurar que vas a “galeras” sin ningún tipo de remisión. Y ese,… ese fue mi caso. La sentencia de doce años me cayó como una losa.

En poco tiempo me convencí de que la privación de la libertad es lo más terrible para un ser humano, pero si se produce en una cárcel colombiana, es como si realmente te llevaran al corredor de la muerte… Allí se entra sin contemplaciones, después la vida se convierte en un auténtico infierno, sobre todo para las nuevas internas.

Después de un recorrido por una zona selvática, el destartalado autobús nos condujo a uno de los peores presidios de la parte de Barranquilla. Las caras asustadas y perplejas de todas las que teníamos ese billete pagado se reflejaba en nuestro estado de ánimo. Todo era una inmensa expectación a nuestra llegada al penal. Una a una fuimos empujadas fuera del vehículo. La “flaca” enseguida posó sus ojos en mí. Éramos “carne fresca”. Con más de treinta años de condena a sus espaldas y con la seguridad de no perderse nada que pudiera tener la oportunidad de obtener, se sentía la dueña y benefactora de todas las demás “residentes” de la cuarta galería. Déspota, agresiva, depravada y llena de asco, campaba y se movía a sus anchas y antojos. Los favores que le otorgaban los funcionarios, estaban vinculados a la droga que circulaba por el recinto que ella les proporcionaba y a las visitas nocturnas de éstos a las celdas de las más nuevas y las más jóvenes. Siempre rodeada de un buen número de pupilas dispuestas a complacerla en todo lo que deseara a cambio de protección.

Conocí, nada más llegar, a Lucrecia, una creyente convencida de que los pecados debían ser redimidos con sacrificio, humildad y resignación. Ella estaba cumpliendo condena provisional, en espera de ser ejecutada, por haber asesinado a su padre y un hermano que le obligaron, desde los 11 años, a prostituirse. El día que vio como forzaban a su hermanita más pequeña entre dos estibadores, supo que tenía que poner fin a esa etapa de miseria y crueldad. No se lo pensó. Fue a su casa y acabó con los consentidores de su desgracia.

Quizás por eso las reclusas la evitaban pues su mal carácter no invitaba a rencillas sabiendo que ella no tenía nada que perder y las reyertas siempre se saldaban con algún apuñalamiento y, lo peor de todo, con la visita y larga estancia en “la suite” a la que nadie deseaba volver nunca. Muchas no pudieron sobrevivir a esa habitación tan especial.

Esperaba al menos tener una celda, pero todas estaban siendo ocupadas en un escandaloso "overbooking" por las reclusas más veteranas y más protegidas. En un pasillo y hacinadas convivíamos el resto, en el cual, el reguero de porquería y aguas fecales impedían respirar. Si querías una manta tenías que comprarla. Si querías favores tenía que ser a cuenta de más favores y de esta forma estar hipotecada de por vida hasta la extinción de la condena. El compañerismo, la dignidad y el respeto, no eran factores conocidos por nadie. Tan solo el dinero o tu propio cuerpo permitían ciertas licencias.

Un día, sintiéndome perdida en las duchas, comprendí cómo en estos sitios no debes desviar la mirada ni un instante previendo cualquier peligro o amenaza. La “flaca” y una mujer descomunalmente grande me obligaron a tumbarme en un banco separándome las piernas. La “flaca” portaba una gruesa barra con las más asquerosas intenciones de violarme y penetrarme con ella. De nada sirvieron los forcejeos pues la otra mujer me tenía completamente neutralizada a punto de estrangularme con sus manazas. Abandonada a mi suerte y maldiciéndome a mí misma, observaba cómo de sus ojos emanaba un odio mezclado con el placer mas asqueroso y un ansia por culminar lo que se había propuesto hacer. Casi exhausta por intentar liberarme de ellas, de pronto, noté como de la frente de la “flaca” brotaba un gran reguero de sangre a borbotones que la caía por toda la cara y su peso cayó al suelo de espaldas. Su compañera la ayudó a incorporarse y las dos salieron entre alaridos por el dolor intenso de la herida, huyendo del lugar.

Apenas podía respirar por el ahogo a que había sido sometida. Abrí los ojos y pude contemplar a Lucrecia. Portaba un grueso artefacto de hierro del que aún podían verse fragmentos óseos ensangrentados y mechones de pelo de la “flaca”. Estaba inmóvil, mirándome. Su figura estaba dibujada por el continuo sacrificio de esfuerzos y gimnasia diaria. Su altura y envergadura delataban enseguida que no era nadie con la que te podrías sentir segura siendo su enemiga. Estaba allí. Era ella y me había protegido.

Durante varios meses nos hicimos confidentes de nuestros desatinos sociales. Poco tiempo pasó para darme cuenta enseguida que lo que ese cuerpo fornido, bien cultivado y de color de ébano, albergaba un corazón y una ternura increíblemente intensa y deliciosa. Tenía una hija de “quién sabe quién” y su mayor ilusión era que no tuviera que pasar por lo mismo que ella. Estaba bajo la tutela de su tía, pero los escasos ingresos de su familia no podían albergar una boca durante mucho tiempo. Sus escasas fotografías que tenía de la niña daban por hecho que había heredado los rasgos tan mestizos de su madre.

—Si sales antes —me decía— búscala y trata de cuidar de ella.

No era una deuda sin más. Era el mayor agradecimiento que jamás haya tenido que deber a alguien. En el tiempo que estuvimos juntas fue mi amiga, mi hermana, mi confidente y,… hasta mi amante. No podía fallarla. También lo hacía por mí.

Los comentarios que ella hacía sobre la prisión, en el tiempo que llevaba de interna, eran sobrecogedores. Yo no soy una mujer joven como para llamar la atención de la misma forma que lo hacían otras mujeres, muchas de ellas incluso niñas. El director del centro penitencial se reservaba siempre las mejores “piezas” para su recreo y diversión. El resto de las reclusas contemplaban, unas con asco y otras con aprobación, estas maniobras rutinarias.

Un fatal día Lucrecia fue trasladada y jamás pude saber de ella. Ciertos comentarios me llenaron de una gran tristeza y amargura al asegurarme que, durante el trayecto a otro centro, habían acabado con su vida. No solo perdía a una amiga, también perdía con ella mi mas valioso seguro de vida.

Noches sin dormir, vigilando los pocos enseres de los que disponía, amenazas de muerte por cualquier reclusa, golpes y más golpes escapándome como podía de los deseos sexuales, cada vez más frecuentes de los funcionarios, así como de las presas que tenían el control de la galería, hizo que en alguna ocasión intentara poner fin a mi vida. Tanto sufrimiento, tanta vejación y tanta humillación eran el único eslabón que nos comunicaba con la realidad.

Tanta mala suerte no podía cebarse en mi vida, mi condición como ser humano no tenía ningún valor para nadie, los despojos de mi cuerpo delataban los tratos recibidos,… y ocurrió algo inesperado.

Un tiroteo en un atraco a una sucursal bancaria en Bogotá, permitió iniciar y poner de relieve mi inocencia. Guillermo Salas, acusado de matar a tres policías en el enfrentamiento y con graves heridas por los disparos, quizás en un acto de remordimiento y antes de morir, confesó en el hospital ser el autor material del desfalco que se me imputó y el causante de estar acabando con las pocas fuerzas que me quedaban de vivir en aquella pocilga vigilada.

La orden de liberación, debido a la “agilidad” de los jueces se hizo efectiva pasados casi tres meses de conocerse los hechos. No había prisa. La última etapa de mi vida en la prisión tuvo como consecuencia la pérdida de un ojo y graves lesiones en la cara al resistirme a ser violada. La recompensa fue el traslado a la “suite”, donde la compañía de ratas, excrementos y una extensa humedad, me permitían ser más feliz dentro que fuera de ella.

Hoy y ahora tengo un miedo atroz. Voy a conocer a Rosaura. Prometí a Lucrecia que si salía de aquel agujero me haría cargo de ella y la cuidaría. Después de todo este tiempo encerrada necesito imperiosamente hablarle de su madre, que sepa quién fue, lo que hizo y su ternura escondida. Hablarle de Lucrecia, el ser humano más importante de mi vida.

José Luis Juárez, diciembre 2014                    

Taller Literario Domus Pucelae. Texto nº 19
Ilustración: "La familia bien, gracias".

* * * * *

No hay comentarios:

Publicar un comentario