18 de septiembre de 2015

Theatrum: JARRONES CON TULIPANES Y OTRAS FLORES, naturalezas muertas como deleite estético y científico













JARRONES CON FLORES
Diego Valentín Díaz (Valladolid, 1586-1660)
Entre 1640 y 1650
Óleo sobre lienzo
Museo Diocesano y Catedralicio, Valladolid
Pintura barroca española. Escuela castellana















Diego Valentín Díaz. Jarrón con flores, 1640-1650
Museo Diocesano y Catedralicio, Valladolid
EL AUTOR

A partir de la segunda década del siglo XVII, el pintor más importante de cuantos tenían taller abierto en Valladolid era Diego Valentín Díaz, que en su obrador situado frente a la iglesia de San Lorenzo desarrollaría una larga carrera jalonada por el reconocimiento y el prestigio generalizados. Nacido en 1586 en Valladolid y bautizado en la primitiva parroquia de San Miguel, realizó su formación junto a su padre, el también pintor Pedro Díaz Minaya, del que llegó a ser ayudante y colaborador vinculado a los modos del manierismo tardío de resonancias escurialenses, aunque, una vez establecido por su cuenta, su estilo fue evolucionando hacia un lenguaje convencional e idealista, propio del primer barroco, en el que supo definir su propio e inconfundible estilo, encontrando en el repertorio de la pintura religiosa todo un campo apropiado para volcar en él su condición de hombre modesto y piadoso, siempre respetando la ortodoxia exigida por la Contrarreforma respecto a la plasmación de imágenes sacras, en las que experimentó composiciones muy personales de las que emana una intencionalidad de adoctrinamiento católico.

Diego Valentín Díaz, aparte de gran pintor, era una persona culta y erudita, poseedor de una rica biblioteca integrada por más de 450 ejemplares de todos los géneros, desde temas religiosos y tratados artísticos hasta otros de anatomía, astronomía y obras literarias de autores como Tirso de Molina, Lope de Vega, Quevedo, Cervantes, etc. En el inventario de sus bienes realizado en 1661, un año después de su fallecimiento, también figuraba una gran colección de estampas, grabados y dibujos que reproducían modelos de Durero, Barocci, Tempesta y Rubens, además de 260 pinturas, en su mayor parte de temática religiosa, suyas y de otros pintores, junto a un bodegón de dulces de Juan Van der Hamen, algunas pinturas de flores y un retrato que le hiciera Juan Carreño de Miranda.  

Gustoso de las tertulias en los medios artísticos, mantuvo una buena relación con destacados eclesiásticos de la ciudad, llegando a realizar los retratos de varios obispos de Valladolid, así como el de su amigo Gregorio Fernández —para el que realizó la policromía de algunas de sus obras—, destinado a ser colocado sobre su sepultura en la desaparecida iglesia del convento del Carmen Calzado (actualmente en el Museo Nacional de Escultura). Conoció personalmente a Velázquez, con el que entabló amistad, así como con Francisco Pacheco, con quien mantuvo correspondencia y al que envió los retratos de Alonso Berruguete, Felipe de Liaño y Gregorio Martínez para un libro de retratos que estaba preparando. Perteneció a varias cofradías vallisoletanas, fue uno de los fundadores de la cofradía de San Lucas, patrón de los pintores y escultores, y llegó a recibir el título de Familiar del Santo Oficio. Asimismo, tras recibir la herencia de unos familiares, fundó en Valladolid el Colegio de Niñas Huérfanas, del que fue patrono desde 1647 hasta su muerte en 1660, institución a la que hizo donación de todos sus bienes en 1653.

Juan van der Hamen. Detalle Naturaleza muerta, h. 1627
Museo del Prado
En su taller, situado en el lugar que tiempo después ocuparía el monasterio de Santa Ana y San Joaquín, trabajaron numerosos oficiales y discípulos, entre ellos el palentino Felipe Gil de Mena. Su producción fue abundante, uniendo a su faceta de dorador de retablos y policromador de esculturas una larga relación de pinturas de temática religiosa destinadas a retablos de Valladolid y provincia, a las que se sumarían pinturas para los dominicos de San Pablo, para los monjes de San Benito el Real, originales escenas de Cristo vestido de jesuita para la Casa Profesa de Valladolid (actual iglesia de San Miguel) o las excelentes pinturas encargadas desde Oviedo, como el retablo realizado entre 1638 y 1641 para la iglesia de Santa María la Real de la Corte con las pinturas de San Vicente, San Benito y Santa Escolástica1. Se completa su obra con pinturas murales y una serie de retratos.

Sin embargo, hoy fijamos nuestra atención en una faceta tan poco frecuente en Valladolid como es la realización por el pintor de una serie de naturalezas muertas en las que se deleita pintando bellos jarrones con atractivas flores, modalidad a la que supo imprimir su estética personal. El principal interés radica en que las pinturas con el tema de flores y bodegones fueron muy escasas en Valladolid, mostrando en ellas su interés por lo que hacían algunos pintores cortesanos de Madrid especializados en este género.





Antonio Ponce. Jarrones con flores, h. 1650. Colección particular

EL BODEGÓN FLORAL ESPAÑOL

Dentro del género de la "naturaleza muerta", uno de los temas que alcanzaron en aquella época mayor popularidad fue el de los floreros, cuyo atractivo, en virtud de la vistosidad y variedad de las flores, era el permitir infinitas posibilidades de combinaciones de especies vegetales, a las que se podían añadir guirnaldas, frutas, objetos ornamentales relacionados con la vegetación e incluso animales, así como vistas de jardines, paisajes y elementos arquitectónicos en cuyos alardes compositivos se ponía a prueba la capacidad de invención de sus autores. Su objetivo era alegrar la vista de los espectadores que las contemplaban, independientemente del estilo, es decir, tenían una finalidad hedonista muy alejada de las escenas de martirios y mortificaciones divulgadas hasta la saciedad por la pintura religiosa.

Con el deseo de conseguir una gran variedad en las composiciones, se utilizaron muchos modos de representación, uniendo a la inabarcable combinación de especies florales todo un repertorio de diferentes recipientes que debían contener los ramilletes, tales como búcaros y jarrones de metal, cerámica o cristal de los más variados diseños, cestas de mimbre u otros recipientes fruto de la fantasía o tomados de la realidad cotidiana. De modo que, junto a las caprichosas formas y el contrastado cromatismo de las flores, los pintores ponían a prueba su talento para dar corporeidad a los recipientes tanto con brillos metálicos o cerámicos como con otros fingiendo la transparencia del cristal, compitiendo estos efectos con el atractivo cromático de los pétalos y hojas, en la mayoría de los casos utilizando fondos neutros y apoyos excesivamente austeros para no distraer la mirada del repertorio floral.

Antonio Ponce. Naturaleza muerta, h. 1660. Colección particular
En definitiva, los pintores, en su mayoría especializados en el género, se esmeraban por conseguir una pintura amable e intimista que tuvo una enorme aceptación entre la alta sociedad, alcanzando sugestivas cotas de virtuosismo en la obra del madrileño Juan van der Hamen (1596-1631), principal pintor de naturalezas muertas que trabajó en la corte en las primeras décadas del siglo XVII y cuyas pinturas de bodegones y flores, las más elegantes de su época, marcaron la pauta a seguir a otros muchos pintores, entre ellos al vallisoletano Antonio Ponce (1608-1667) que, establecido en Madrid, se muestra como excelente pintor de bodegones y floreros táctiles y naturalistas, compartiendo con Van der Hamen la cúspide de la pintura barroca española en este género.

Podría afirmarse que, salvo en casos excepcionales, el bodegón floral español, en comparación con las escuelas flamenca u holandesa, no ha sido reconocido artísticamente, marcando un hito la exposición Pintura española de flores del Siglo de Oro, celebrada en 2002 en el Frans Hals Museum de la ciudad holandesa de Haarlem, con obras de instituciones de cuatro países y coleccionistas privados, muestra que después se repitió en el Museo del Prado, de donde procedían algunas de las obras expuestas. En ella, entre los pintores más representativos del género, aparecía Diego Valentín Díaz. Y es que, como podemos comprobar, el gran pintor vallisoletano no se pudo sustraer a este tipo de pinturas, llegando a realizar una serie que, aunque siempre fue apreciada, no ha sido puesta en valor hasta tiempos recientes.

Diego Valentín Díaz. Cestas de flores. Museo Carmen Thyssen, Málaga
JARRÓN DE CRISTAL CON TULIPANES Y OTRAS FLORES

Con este título se conservan en el Museo Diocesano y Catedralicio de Valladolid dos bellas pinturas al óleo sobre lienzo —66 x 50 cm.— de Diego Valentín Díaz, que se ajustan a lo anteriormente expuesto mostrando la maestría del pintor en este género. En ambas se repite el mismo planteamiento compositivo, con un jarrón de cristal de vidrio soplado, cuya decoración recuerda las manufacturas venecianas, apoyado sobre una repisa que recoge las sombras producidas por una luz cenital. Dentro del recipiente aparece un ramillete de flores variadas, en color y tamaño, entre las que se identifican tulipanes y en las que predominan tonos blancos y rojizos que, destacando sobre un fondo neutro de tonalidades marrones, quedan bañadas por un fuerte efecto de claroscuro que procura un fingimiento realista resuelto con gran virtuosismo. El efecto no puede ser más naturalista, pues el propio cuadro se convierte en un nicho u hornacina que alberga el florero.

Diego Valentín Díaz. Jarrón con flores, h. 1650
Izda: Colección particular / Dcha: Mercado del arte
Como es característico en la pintura de Diego Valentín Díaz, la idea compositiva se apoya en el magistral dominio del dibujo, base de los elementos ornamentales que son representados con gran minuciosidad a partir de la habitual paleta de colores fríos, aunando la serenidad general del atrayente motivo con el dinamismo de los pétalos de las flores, que como seres vivos parecen agitarse produciendo curvas y contracurvas, ondulaciones antes de marchitarse. En estas imágenes, de calidad insospechada, se han querido encontrar implicaciones culturales hasta hace poco no tenidas en cuenta, como el carácter científico relacionado con los botanistas españoles de los siglos XVI y XVII, estimulados por el reciente descubrimiento de la flora americana.

Asimismo, no es casual la intensidad, el sentido geométrico y el contenido místico de este tipo de naturalezas muertas de la primera mitad del siglo XVII, donde las flores, junto a las frutas y hortalizas reflejan el paso de las cuatro estaciones, incitando en el fondo a una reflexión sobre la fugacidad de la vida.


Diego Valentín Díaz. Jarrón con flores y melocotones. Mercado del arte

OTRAS PINTURAS FLORALES DE DIEGO VALENTÍN DÍAZ

Cestas con flores. Museo Carmen Thyssen, Málaga
En la colección Thyssen se conservan dos pinturas atribuidas a Diego Valentín Díaz que representan cestas de mimbre llenas de flores. Destacadas sobre el habitual fondo neutro, el trabajo del recipiente de cristal es sustituido por la textura de un trenzado de mimbre y las flores más simplificadas, mostrándose en conjunto como una naturaleza muerta más elemental, por lo que puede tratarse de las primeras obras de este género realizadas por el pintor, pues estas, como toda la pintura de flores en general, evolucionaron desde las formas humildes de las primeras obras de principios del siglo XVII hasta alcanzar la cima del naturalismo a mediados de la centuria en sofisticadas y virtuosas composiciones.

Jarrón de cristal con tulipanes y otras flores, h. 1650. Colección particular
Esta pintura, datada hacia 1650, repite el mismo esquema de los floreros vallisoletanos, aunque el formato se alarga verticalmente para incorporar un mayor número de flores entre las que predominan los tulipanes. Diego Valentín Díaz repite miméticamente el tipo de repisa, el modelo de florero cristalino, el fondo neutro y la iluminación cenital, incorporando narcisos amarillos, claveles rojos y pintorescas flores silvestres azules, sin que en conjunto varíe el significado de la composición.

Felipe Gil de Mena. Retablo fingido
Sacristía de la iglesia de San Miguel, Valladolid
Jarrón de cristal con flores e higos. Mercado del Arte
Aunque el florero sigue la misma composición que las obras anteriores, el pintor incorpora un contenido místico, relativo al paso del tiempo, a través de la colocación sobre la repisa de pétalos desprendidos y marchitos, así como cuatro higos y una breva madura que aluden a una determinada estación.

Jarrón con flores y melocotones. Mercado del Arte
Con una filosofía similar a la anterior, aunque en un formato casi cuadrado, la pintura presenta un florero con gran variedad de flores en el interior de un nicho bien definido, acompañándose a los lados de dos melocotones en distinta posición. Con gran sutileza el pintor trabaja la textura del cristal lleno de agua que es atravesado por un minúsculo rayo cenital produciendo un destello junto a la base, fruto de la observación del natural.



Influencia de las pinturas florales de Diego Valentín Díaz  
Felipe Gil de Mena. Detalle retablo fingido
Sacristía de la iglesia de San Miguel, Valladolid
Cuando Felipe Gil de Mena (1603-1673) acomete el original retablo fingido de la monumental sacristía de la iglesia del Colegio de jesuitas (actual Real Iglesia de San Miguel y San Julián), asume las influencias de su maestro Diego Valentín Díaz por partida doble. Por un lado en la obra en sí misma, puesto que el retablo pintado a modo de enorme trampantojo con forma de arco triunfal, incluyendo un camarín con forma de tabernáculo para albergar a la Inmaculada, no hace sino repetir la experiencia de su maestro en el retablo arquitectónico fingido que presidía la capilla del Colegio de Niñas Huérfanas por él fundado (conjunto desaparecido).
Por otro lado, Felipe Gil de Mena sustituye las figuras de santos que aparecían en el original de su maestro por una inusual ornamentación a base de ocho grandes jarrones con flores que siguen de cerca los modelos de Diego Valentín Díaz, si es que no fueron elaborados directamente por este maestro, como apuntan algunos autores que consideran su colaboración en el retablo. Los motivos florales aparecen colocados a dos alturas, cuatro dentro de los vanos simulados a los lados del arco triunfal y otros cuatro reposando en la cornisa que separa el basamento del cuerpo central. 
Felipe Gil de Mena. Detalle retablo fingido
Sacristía de la iglesia de San Miguel, Valladolid
Los primeros simulan grandes copas de bronce dorado y los segundos búcaros de piedra con argollas y cintas decorativas en bronce dorado, compartiendo todos ellos grandes ramilletes florales con múltiples especies, ajustándose artificiosamente, como el resto de los elementos pintados del retablo, a las leyes de la perspectiva en su diseño y sombreado.

El resultado es una colosal pintura en la que los motivos florales adquieren un protagonismo desconocido hasta entonces, poniendo de manifiesto la valoración y el aprecio en Valladolid por aquellas "naturalezas muertas" tan atractivas debidas al talento de Diego Valentín Díaz.     


Informe: J. M. Travieso.




Felipe Gil de Mena. Detalle retablo fingido
Sacristía de la iglesia de San Miguel, Valladolid

NOTAS

1 URREA FERNÁNDEZ, Jesús y BRASAS EGIDO, José Carlos. Epistolario del pintor Diego Valentín Díaz. Universidad de Valladolid, Boletín del Seminario de Estudios de Arte y Arqueología (BSAA), Tomo 46, 1980, p. 445.








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1 comentario:

  1. Hace un tiempo que vengo siguiendo el blog pero nunca escribí aún, ahora me decirdo ha escribiros para daros las gracias por mostrar estas obras de la forma que lo hacéis con una gran definición de cada una de ellas.
    Saludos desde Málaga!

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