1 de abril de 2013

Fastiginia: Barquilleros de Valladolid, ¡al rico parisién!

Barquillero a principios del siglo XX en la Acera de Recoletos

Estampas y recuerdos de Valladolid

Como en otras muchas ciudades españolas, en Valladolid desapareció el oficio del barquillero, una actividad de venta ambulante que podríamos englobar en el campo de la repostería. Su imagen era inconfundible: una cesta con los barquillos y la barquillera, un bombo con una ruleta en la tapa que portaban a las espaldas colgado de unas correas.

Cuando pasaban los rigores del invierno, enseguida hacían acto de presencia los barquilleros por las zonas más concurridas, como la Plaza Mayor, la calle de Santiago o las proximidades de los mercados del Val, de Portugalete y del Campillo, aunque los lugares más habituales eran la Estación, el paseo de Recoletos, la Plaza de Zorrilla, junto al Teatro Pradera, y los principales espacios del Campo Grande, especialmente a orillas del estanque, donde inexorablemente se extinguieron hacia los años 70 del siglo XX vendiendo los barquillos que los niños después se entretenían lanzándolos a los peces, un ingenuo entretenimiento que forma parte de la memoria colectiva de muchas generaciones de vallisoletanos.

La recordada barquillera del Campo Grande en los años 50
La presencia de aquellos entrañables vendedores, que todo el mundo conocía, se remonta al siglo XIX, cuando recorrían las calles con su gorra, su blusón y su bombo, aunque algunos todavía recordarán a la inolvidable barquillera del Campo Grande y a aquellos que, cuando la gente se agolpaba para ver las procesiones de Semana Santa, en tiempo de primavera, con una impecable chaqueta blanca y los barquillos en la cesta protegidos por un tul recorrían las calles gritando ¡al rico parisién!

Los barquillos eran una lámina crujiente de oblea elaborada con harina de trigo sin levadura, agua, aceite y azúcar, en ocasiones con una pizca de canela. La masa artesana después era tostada sobre unas planchas de hierro con relieves en forma de retícula que eran calentadas en un pequeño horno de carbón, de las que se despegaba con facilidad cuando aún estaba caliente, permitiendo ser modelada en forma de canutillos o adoptando la tradicional forma de la vela de un barco, de ahí su nombre, para transformarse en una masa rígida y frágil cuando se enfriaba. Algunos barquilleros rociaban sus productos con un poco de miel y otros envolvían sus canutillos en papel de seda de colores, siempre como un negocio familiar con productos crujientes de reciente elaboración.

Los barquillos eran ofrecidos en cestas con forma de grandes bandejas, aunque el elemento más característico era el bombo metálico, un recipiente cilíndrico con una capacidad aproximada para 5 kg., generalmente pintado de rojo, en cuya tapa se disponía una ruleta de bronce dorado de acción manual, con una lengüeta de cuero y rodeada de un aro en el que se alternaban espacios numerados del 1 al 9 con otros en blanco. Con ella, previo módico pago, se realizaba una apuesta con el barquillero en tres tiradas, obteniendo tantos barquillos como la cantidad sumada, aunque los espacios en blanco hacían perder la cifra acumulada, estando permitida la retirada antes de completar las tres tiradas y las apuestas entre distintas personas. Esta mezcla de venta ambulante y juego de azar sirvió de entretenimiento a mayores y niños durante muchos años. Hoy ya es una imagen para el recuerdo.       

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