29 de diciembre de 2017

Visita virtual: EL ÁRBOL DE LA VIDA, la persuasión doctrinal a través de la imagen














EL ÁRBOL DE LA VIDA
Ignacio de Ríes (Sevilla, h. 1612 - h. 1665)
1653
Óleo sobre lienzo
Capilla de la Concepción de la catedral de Segovia
Pintura barroca española. Escuela sevillana














Esta pintura, en realidad una alegoría sobre la fugacidad de la vida o vanitas, concebida al hilo de los ideales contrarreformistas impulsados por los jesuitas, no es especialmente destacable por sus valores artísticos intrínsecos, que los tiene, ya que los méritos de su autor, Ignacio de Ríes, quedan oscurecidos ante el plantel de grandes maestros pintores de su tiempo — Ribera, Velázquez, Zurbarán, Murillo,...— que definieron una época esplendorosa de la pintura española en el panorama del barroco hispánico. No obstante esta obra, perteneciente a un autor "secundario" en el panorama de la pintura sevillana, es especialmente interesante por el contenido iconográfico que ofrece, representativo de toda una serie de elementos simbólicos que en la sociedad del siglo XVII eran perfectamente comprensibles por un pueblo convenientemente adoctrinado desde los púlpitos, aunque a los ojos de nuestro tiempo aparezcan un tanto ingenuos e incluso pintorescos.

El lienzo es de grandes dimensiones —2,50 m. de ancho x 2,90 m. de alto— y aparece enmarcado por una elegante moldura de yeso decorada con esgrafiados y gallones, todo ello con una estética barroca en un óptimo estado de conservación. La pintura aparece colgada en la capilla de la Concepción de la catedral de Segovia, junto a una serie de gran formato que también fue realizada por Ignacio de Ríes en 1653 a petición del capitán don Pedro Fernández de Miñano y Contreras, Gobernador de Cádiz y Almirante de la Flota de la Plata al servicio del rey Felipe IV, que en 1645 había adquirido el patronato de la capilla con el fin de establecer en ella el enterramiento familiar, para lo cual, a la vista de la ostentosa dotación artística de lienzos, pinturas murales, relieves, retablo y reja, tuvo que invertir una importante suma.

También supuso el mayor encargo conocido para el pintor con taller asentado en Sevilla, que correspondió a tan importante personaje con lo mejor de toda su producción, conformando una serie de temática inconexa —seguramente según los gustos devocionales del comitente— compuesta, junto a la alegoría del Árbol de la Vida, por las escenas de la Adoración de los Pastores, el Bautismo de Cristo, la Coronación de la Virgen, la Conversión de San Pablo y la Muerte de San Hermenegildo, todas realizadas en 1653 y cuatro de ellas firmadas y fechadas.

UNA SINGULAR ICONOGRAFÍA MORALIZANTE

Hoy fijamos nuestra atención en El Árbol de la Vida, que imperturbable se conserva en su emplazamiento original. Lo primero que captan los ojos del espectador es un árbol cuyo tronco marca el eje de la composición y donde la simetría se mantiene en la copa, en la distribución de las masas del paisaje inferior y en el ordenamiento de las figuras. A los lados y sobre el árbol, se colocan una serie de personajes que se recortan sobre el intenso azul del celaje del fondo. Aquí es donde comienzan los valores narrativos de la escena que el espectador tiene que recorrer visualmente para sacar sus conclusiones, aunque no faltan, por si hubiera lugar a dudas, dos inscripciones en verso que ayudan a su interpretación.

A los lados del tronco aparecen dos personajes que actúan simultáneamente. A la izquierda un esqueleto portando una afilada guadaña —tradicional personificación de la Muerte— con la que ha talado buena parte del tronco del árbol haciendo que a duras penas aún mantenga su equilibrio, y a la derecha Cristo tañendo una pequeña campana con un martillo con el que intenta avisar del peligro a un grupo de 14 personas que, representando a la humanidad, se encuentran en torno a una mesa situada en la copa del árbol entregadas a toda clase de vicios ajenos a la virtud. En el ángulo inferior izquierdo entra en escena otro personaje que sale desde una oquedad en la que, a modo de puerta al inframundo, deja aflorar temibles llamaradas. Se trata de un demonio alado que aprovecha  la situación para realizar, siguiendo la tradición de las representaciones medievales, una de sus consabidas trampas, en este caso tirando con todas sus fuerzas de una soga que ha atado al tronco del árbol para forzar su ruina y favorecer la caída de los disolutos personajes hacia el pozo infernal.

Dos inscripciones complementarias flanquean el banquete que se celebra en la copa del árbol, sirviendo de llamada de atención intimidatoria. A la izquierda, en caracteres negros se recuerda la imprecisa llegada de la muerte para todos los humanos: "Mira qve te as de morir, mira qve no sabes qvando". Esta tiene su correspondencia en la derecha, donde con caracteres blancos se hace referencia a Dios: "Mira qve te mira Dios, mira qve te esta mirando".  

El significado alegórico es claro. El hombre se dedica a disfrutar de la vida olvidándose de su muerte segura, que puede ocurrir en cualquier momento, teniendo que enfrentarse en la otra vida al juicio en que Dios juzgará su comportamiento terrenal, por lo que hay que estar prevenido, para lo cual las enseñanzas de Cristo son la vía de salvación. En este sentido, la pintura hace recordar la Mesa de los Siete Pecados Capitales (Museo del Prado), obra moralizante de El Bosco, donde Cristo aparece en el centro acompañado de la inscripción "Cave, cave, Dominus videt".

En sus aspectos formales, hay de destacar el protagonismo del árbol, imagen de fuerte carga teológica al convertirse en símbolo del cosmos, en un elemento vivo que ejerce de unión entre el cielo y la tierra y que, en este caso, recién talado, alude a una muerte inminente por la que el Árbol de la Vida se trastocará en el Árbol de la Muerte.

Idéntico simbolismo presenta el banquete, cargado de sensualidad e ilustrado con toda clase de detalles en la parte superior. Sobre la mesa circular, cubierta con un mantel blanco, se encuentran suculentos manjares en bandejas de plata, como asados, dulces y frutas, así como panes y cuchillos. Desde la antigüedad este tipo de banquetes fue asociado a los placeres terrenales, aunque en este caso lo que se resalta es su carácter efímero. En torno a la mesa, con rigurosa disposición simétrica, se dispone un grupo de hombres y mujeres que, vestidos a la usanza de cuando se realiza la pintura, se relacionan entre sí para aludir a los siete pecados capitales, remarcando el sentido de la fiesta con la presencia de jarras de vino y la actitud de cinco de ellos tañendo instrumentos musicales, como un arpa, un laúd, una vihuela y una pandereta que impiden oír el aviso de la campana. Muy expresivas son las alusiones a la lujuria a través de tríos amorosos colocados a ambos lados de la mesa, donde los personajes se besan al tiempo que sugieren su infidelidad. Algunas de las figuras adolecen de cierto primitivismo y diferencias de canon, a pesar de lo cual el grupo es muy expresivo para representar el poder terrenal y los placeres mundanos, pero también la fugacidad de la vida.

Bajo la copa del árbol aparece la figura de la Muerte, símbolo por excelencia de la brevedad de la vida, que está personificada al modo tradicional —vigente desde la Antigüedad— en un alargado esqueleto que porta una guadaña. Una mirada detenida permite adivinar sutiles matices. El primero de ellos es el afán realista por representar el esqueleto, fruto de una observación minuciosa basada en la disección científica. Otro matiz es que este acentuado realismo —también presente en otras pinturas del género de vanitas realizadas en su época— en esta ocasión no tiene nada de naturalista, pues el pintor llega a infundir vida a la Muerte para convertirla en un personaje que parece hacer un alto en su actividad para mirar fijamente al espectador con sus cuencas vacías, al tiempo que con sus desdentadas mandíbulas parece esbozar una sonrisa sardónica.

De esta manera, el espacio de la parte izquierda queda reservado a las fuerzas del mal, pues a la Muerte le acompaña en el mismo espacio la pequeña figura del maligno que tira de la soga, siguiendo una antigua tradición de la filosofía cristiana en que la Muerte suele aparecer como aliada al Demonio. Contrapuesta en el espacio y en su significación, la parte derecha está ocupada por la figura de Cristo, que aparece con la misma escala que el esqueleto y recubierto por una amplia túnica purpura que realza simbólicamente su corporeidad para representar la fuerza del bien. Tañe una campana mientras mira hacia arriba y con gesto de preocupación en el rostro intenta prevenir a la humanidad sobre los peligros de su conducta actuando como intercesor ante la voluntad divina.

En este contexto, las figuras de la Muerte y Cristo vienen a representar la eterna lucha entre las fuerzas titánicas del mal y el bien, con lo cual el tronco del árbol se transmuta en una balanza que sopesa el destino incierto de los hombres (mal) y la misericordia divina (bien). Esta idea queda expresada a través del contraste entre el tamaño monumental de la Muerte (pecado) y de Cristo (redención), como fuerzas esenciales y eternas, y el reducido tamaño de los personajes del banquete, representantes de la  mísera condición humana, insignificante y mortal.

El simbolismo desaparece en la ambientación de la escena, situada ante un atractivo paisaje realista dispuesto en sucesivos planos en los que tras una masa arbórea se vislumbran altas cumbres difuminadas para sugerir profundidad, tonalidades que contrastan con el corte del tronco y los trozos desbastados caídos en primer plano, plasmados con eficaz realismo.

Como tema iconográfico, relacionado con el género de vanitas, la escena se adscribe a los postulados de la Contrarreforma, donde cualquier método para adoctrinar a los fieles era válido, incluyendo el amedrentamiento o intimidación, con la muerte siempre como elemento adoctrinador. La representación de esqueletos, como pervivencia de las tradiciones medievales, adquiría en las capillas funerarias un especial significado moralizante respecto a la fugacidad de la vida, como ocurre en este caso, siendo parte de un proceso de cierto tinte tremendista que culminaría con las pinturas de Valdés Leal realizadas en 1672 para la iglesia del Hospital de la Caridad de Sevilla, siendo la Compañía de Jesús, en el contexto de la época, la que fomentara la presencia de la muerte como un antídoto contra la vanidad del mundo.
Para ello Ignacio de Ríes, con una clara intención moralizante, posiblemente tomó como motivo de inspiración algún grabado flamenco, una práctica habitual en el diseño de sus pinturas, para componer una impactante escena de fácil comprensión e iconografía poco frecuente.

Estilísticamente, el pintor se aparta de las experiencias lumínicas vigentes en su época, basadas en el tenebrismo derivado de Caravaggio y seguidores, que presentan algunas de sus obras. Por el contrario, sí que es patente la influencia de la obra de Zurbarán, especialmente en la simetría compositiva, en el uso de una amplia gama cromática con fuertes contrastes, en el realismo de objetos, texturas y figuras, en el tipo de claroscuro en el sombreado —túnica de Cristo— y en el movimiento contenido de los personajes, componentes que se relacionan con el espíritu monástico que heredara de su maestro.

Hacia 1810 el grabador Manuel Navarro1 realizó una versión de esta pintura, con ligeras variantes, en una estampa titulada El árbol vano (colección privada de Madrid), que tuvo amplia difusión y dio lugar a múltiples versiones incluso en tierras americanas.

EN TORNO AL PINTOR IGNACIO DE RÍES

Sor Juana Beatriz de la Fuente, México
El árbol vano, 1895
San Antonio Museum of Art, Texas
Los datos biográficos sobre este pintor siguen siendo escasos, aunque en los últimos tiempos se han producido importantes aportaciones. Si tradicionalmente se apuntaba su origen flamenco, hoy podemos afirmar que nació en Sevilla2 en fecha indeterminada, en torno a 1612, y que era hijo de Matheo de Ríes (de origen flamenco o alemán) e Isabel de Ávila. En Sevilla realizó su formación en plena efervescencia de la pintura barroca, apareciendo documentado en el taller de Zurbarán en 1636 (desde 1642 según Brasas Egido3), cuya influencia permanecería imborrable a lo largo de toda su obra.

En 1641 contraía matrimonio con la cordobesa doña Ignacia de Encalada y Arnos, con la que tuvo una hija, Paula María, que era bautizada en 1642. Ya plenamente formado, comenzó a trabajar en Sevilla de forma independiente, conociéndose una escritura de arrendamiento, fechada en 1649, por la que sabemos que ocupaba una casa en la sevillana plaza de San Francisco4.
En 1650 falleció su esposa, pero al poco tiempo contrajo segundas nupcias con doña María de Heredia. En esos momentos ya pintaba obras de temática religiosa destinadas a distintas iglesias sevillanas, en las que, si bien no hace grandes innovaciones propias de un gran maestro, se esmera en intentar renovar algunas iconografías tradicionales.

Es en 1653 cuando recibe un importante encargo de don Pedro Fernández de Miñano y Contreras, por entonces corregidor de Jerez, para realizar seis grandes cuadros destinados a la capilla de la Concepción de la catedral de Segovia, cuyo patronato había adquirido en 1645 para convertirla en panteón familiar. Entre la serie de pinturas realizadas en Sevilla figura la alegoría de El Árbol de la Vida, pintura firmada y fechada.

Ignacio de Ríes. Coronación de la Virgen, 1653
Capilla de la Concepción, catedral de Segovia
También firmada está la pintura de la Asunción de la Virgen que realizara en 1661 para la iglesia de San Bartolomé de Sevilla y se conoce que en 1665 cobraba 560 pesos por obras realizadas para doña Constanza Mesía Ponce de León. Al pintor se le pierde la pista en ese momento, por lo que habría que situar la fecha de su muerte en Sevilla en torno a ese año de 1665.

Con inspiración habitual en los grabados de Rubens (según Valdivieso), en su obra se aprecian constantes resabios zurbaranescos5, aunque en su última etapa evoluciona acercándose a la retórica de Murillo, manteniendo siempre una sincera ingenuidad que se convierte en uno de los rasgos característicos de su estilo.
Con un digno catálogo de obras conocidas en iglesias y museos, Ignacio de Ríes pasaría a la historia como un buen representante de la pintura sevillana del segundo tercio del siglo XVII.      


Informe y fotografías: J. M. Travieso.


Ignacio de Ríes. El Rey David. Museo del Prado, Madrid (Foto MP)


NOTAS

1 SEBASTIÁN, Santiago: Contrarreforma y barroco. Lecturas iconográficas e iconológicas. Alianza Forma, Madrid, 1981, pp. 123-125.

2  PLEGUEZUELO FERNÁNDEZ, Alfonso: Nuevos datos biográficos sobre el pintor Ignacio de Ríes. Archivo Hispalense, Revista histórica, literaria y artística, Tomo LXXIII, núm. 222, Sevilla, 1990, pp. 207-211.

3 BRASAS EGIDO, José Carlos: Las Edades del Hombre. El arte en la Iglesia de Castilla y León. Valladolid, 1988, p. 370.

4 GESTOSO Y PÉREZ, José: Diccionario de artífices que florecieron en Sevilla de los siglos XIII al XVIII. Sevilla, 1908, p. 382.

5 NAVARRETE PRIETO, Benito: Ignacio de Ríes. Fundación de Apoyo a la Historia del Arte Hispánico, Madrid, 2001, p. 82.




Ignacio de Ríes. San Miguel venciendo al demonio
Metropolitan Museum, Nueva York (Foto MM)














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